miércoles, 20 de mayo de 2009

II- Civilización y Barbarie entre las olas del mar (Conferencia en la Universitat de Girona sobre la Agenda Latinoamericana)

II

No habrá humanidad mientras los cuatro puntos cardinales no alcancen la unidad que legitima su diversidad.

Desde su Pedagogía del oprimido, _porque de alguna manera todos tenemos esa condición_ en la espiritualidad y la práctica que nos dejó, Paulo Freire sigue insistiéndonos en la necesidad de instruirnos, de aprender todo lo que nos puede enseñar la obra humana, pues además de “la buena vida” que el conocimiento es capaz de completarnos, sólo él puede situarnos en las mejores oportunidades de saber cómo armarnos y amarnos para cambiar el mundo. Mientras las Universidades y los Centros Superiores de Estudio e Investigación no se pongan a las órdenes del mercado, es una emergencia mundial que las grandes mayorías accedan a ellos para encontrar las esencias de la Humanidad. Si sólo se quedan para unos pocos que aprenderán más a dominar a los pueblos y a encajarlos aún más en la enajenación en que los han situado, entonces sí es muy probable que nuestro hermoso planeta azul desaparezca por la barbarie de la civilización. Una Humanidad que no ha sabido reafirmarse en la belleza que le fue dada y en la que ha hecho.

Cuando José Martí, el más grande de los hombres de “Nuestra América”, escribió su texto del mismo nombre y nos dijo que “La universidad europea ha de ceder a la universidad americana”, sólo nos estaba anunciando el gran tronco del saber que constituía el mundo injertado en unas tierras ya de vasta cultura. El sitio de la mezcla cósmica, como podría inferirse del discurso del gran mexicano José Vasconcelos, era el mismo que prendió en el venezolano Simón Bolívar cuando dijo sobre los pueblos nuevos, en su “Carta de Jamaica” de 1815, que éramos “un pequeño género humano”. El aprendizaje constante ha de ser el mayor signo de todo el que quiera acercarse a un continente tan castigado y sin embargo tan lúcido y estremecedor.

Dicen todas las historias, las leyendas, los pensamientos y todos los manuscritos, los libros y los comentarios que en cualquier parte hay hombres y mujeres refinados y vulgares, inteligentes y estúpidos, honestos y aprovechados, limpios y abusadores, los que hablan alto y los que hablan bajo, los que se ríen con suavidad y aquellos que lo hacen a carcajadas, los que razonan y los irracionales, los que construyen y los que destruyen, los buenos, los regulares y los malos. Y también como decía Brecht: “Hay los que luchan un día, y son buenos; hay los que luchan un año, y son mejores; y hay los que luchan toda la vida, y son los imprescindibles”. O igualmente cuando el alemán nos dijo: “Nosotros, que predicamos la amabilidad, no hemos sabido ser amables entre nosotros mismos”. El ser humano es el mismo de todas partes y la sencillísima compleja humanidad que lo hace único entre millones de unidades. Ambos tienen derecho de admisión. Mucho influirá el entorno, pero nunca determinará el grado de civilización o de barbarie. Ambos significados pueden estar en cualquier sitio, si no es que siempre están juntos, porque como dijera José Martí en “Nuestra América”: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.

Los asuntos diversos que siempre estarán en uno u otro sitio nunca corresponderán a una conceptualización valorativa del grado del ser, ya que la gradación de las diferencias sólo indicará la amplitud de humanidad del propio ser humano y muchas veces, _hay que aceptarlo así_ las valoraciones más altas han conllevado mayores dosis de infelicidad. Entonces también tendríamos que aceptar que no se trata de una batalla entre civilizaciones, sino de un encuentro dentro de la misma civilización que nos separó de la barbarie en el largo desarrollo humano. De ahí que no sea nada de esto lo que diferencia al Mundo Rico del Mundo Pobre, a la ideología del capital con aquella que todavía no tiene nombre. El punto esencial nos lo señala el revolucionario cubano Julio Antonio Mella: “Entre el hombre y la naturaleza se interpone el capitalismo”. Si quitamos al intruso aparecerá la verdadera existencia humana. Y ello no indica que este sistema nos cayó por alguna maldición divina. Lo hicimos nosotros mismos. Es la mejor garantía y certeza de que igual a como lo asumimos, tenemos capacidad y juicio para desterrarlo.

La principal ideología del sistema que quiere perpetuar la existencia armónica entre dominadores y dominados, entre depredadores y conformistas, es la del capital y la que divulga su eterna vigencia. Por esta vía jamás habrá comprensión y entendimiento. Imposible tender puentes de acercamiento y mucho menos de unidad. Cuando el coto de la propiedad privada se ha vulnerado se ha llamado a Dios. Muchos seres humanos lo han asumido desde el comienzo de los tiempos. Los errores son interminables, pero ellos nunca han agotado la increíble paciencia humana. A lo divino siempre se ha impuesto lo terrenal. La historia nos demuestra continuamente los tropezones y las alzadas, el eterno paso, insistente y demoledor, de unas ansias indetenibles hacia la felicidad. El pensamiento capitalista destruye posibilidades, visiones y cualquier esperanza de feliz armonización en un universo ansioso de ello.

Si pueden realizarse los caminos de ida y vuelta entre una y otra parte del mundo, preconizados por el proyecto de la Agenda Latinoamericana, es precisamente por la lucha continua, constante, imprescindible, contra esa ideología. La toma del poder para erradicarla es el asunto donde más solemos enredarnos. No parece estar a la vista, de forma transparente, el surgimiento espontáneo de ese poder en manos imparciales, justas y naturales. Por ahora no se puede pensar en ello si no es desde las mismas estructuras del poder establecido y sin ningún miedo a contaminarnos. Ya lo estamos. A pesar de que los grandes cambios históricos se han sucedido a partir de la solidez paulatina de la fuerza contraria que controlaba el poder, también es notable la ayuda que le han significado las alianzas con alguno de los factores dominadores. Se hace evidente que esta última posibilidad es la que con mayor fuerza se impondrá en nuestra época.

El capitalismo ha logrado exprimir el sustancioso jugo de todas las contiendas anteriores, desarrollando al máximo las vías de dominación. Y hasta para él mismo parece funcionar la maquinaria de la perenne regeneración. Nada le es ajeno ni le asusta. Puede apropiarse de cualquier cosa. Pero si es verdad, como sentimos que es, que la idea del dominio de la naturaleza no tiene fundamento y que la que debe primar es la integración en ella tal como ella misma se desenvuelve, entonces sí estaremos descubriendo un inmenso camino de poder nuevo. Si el interés capitalista penetró en las conciencias del mundo feudal como algo inevitable, rigurosamente necesario para la supervivencia; ahora pueden ser, con toda la fuerza que les otorga la actualidad, los motivos ecológicos, solidarios, de armonía, de compartir, de acercamiento y de entendimiento, de unidad en la justicia y en la belleza de los principios humanos, los nuevos intereses que penetren en las conciencias del mundo capitalista.

Si esto es así, lo más natural sería que Europa y América Latina, iniciadoras de un nuevo mundo, se lo replantearan y lo recorrieran juntas. El interés social que nos anima habrá de penetrar en las conciencias de nuestras sociedades, horadar sus poderes arcaicos, impulsando el cambio determinante, estrictamente obligatorio para la continuidad de las especies. Cuando ello pueda ser sustentable, el Nuevo Mundo será posible.

Demás está decir la situación de pobreza bastante generalizada en que se encuentran amplias zonas al otro lado. En comparación con Europa, America Latina está necesitada de mejorar su estatus de vida, sin el absurdo calco de aquí, pero sí con algunas referencias necesarias de lo conseguido por acá. Para una colaboración en los aspectos que se estimen pertinentes, entre ambas partes, no se puede realizar el camino dando a los necesitados lo que sobra, lo prescindible, lo que no cambia en nada al que da y mucho menos al que recibe. Es preciso ofrecer aquello que puede cambiarlos a los dos. No se trata tampoco de disminuir ciertos paliativos que colaboran a la normalización progresiva entre las dos regiones, pero lo verdaderamente decisivo está en el despliegue de las armas que extiendan la actuación de la nueva conciencia. Esto es lo que intenta la Agenda Latinoamericana y su proyecto de ida y vuelta.

La ida a las Américas debe representar un desnudo de todos los prejuicios y los poderes con que se han llenado las naciones europeas. El asunto de las razas, pueblos y mentes superiores es una vulgar falacia y un arma muy eficiente que siempre ha usado el Poder establecido, en todas partes, para imponer sus intereses. Ahora, tal vez como un símbolo de la nueva actitud, el taparrabos será la prenda mejor llevada por los caminantes. En el diálogo franco y fraterno entre las propuestas de uno y otro lado se confeccionarán las nuevas vestiduras. Creerse hidalgo en busca de escudero sería la mayor falta a la historia. No por una situación de Primer Mundo o la de un país llamado desarrollado y la otra parte en todo lo contrario se tiene la razón determinante. Esta sólo aparecerá durante el encuentro. Y éste posee un pasado lleno de tantas raíces de separación, impuestas por la ideología dominante, que sólo podrá abrirse al futuro si se está plenamente dispuesto al descubrimiento de uno mismo, tanto aquí como allá.

En reciente entrevista al filósofo francés, Alain Badiou, nacido en Rabat en 1937, leemos: “Los occidentales satisfechos tienen cada vez más innombrables enemigos, porque son los adversarios de la Humanidad Genérica, ya que construyen murallas para distanciarse de los demás. Ellos estiman que les corresponde a ellos definir qué es el ser humano y qué es la civilización. Es una calamidad, porque nadie puede autotitularse como el gran poseedor de la verdad, ya que hay un solo mundo donde estamos todos. Su posición es un principio absurdo para sostener el funcionamiento de las metrópolis occidentales.” Con Badiou podemos interpretar que las verdades necesarias para la continuidad de la vida han de encontrar posibilidades de expresarse y comunicarse en todos los puntos de la tierra. La visión es, por tanto, amplísima y maravillosamente enriquecedora.

Resulta curioso que donde mejor se ve la línea del horizonte es en el mar. Hacia él, andando, se vislumbra la utopía. El gran asunto a resolver es que tal final siempre se muestra extático y lo que apreciamos en movimiento son las olas que incansablemente vienen hacia nosotros. Podría ser el mejor símbolo de que el horizonte, o la utopía, están chocando con insistencia en nuestros cuerpos asediados por tantas incertidumbres sobre un quehacer que no tenemos claro. Es evidente que tal acto comienza por nosotros mismos, donde el horizonte y la utopía pueden palparse, como las olas, si nos transformamos en caminos de lucha.

Sólo con el estudio, la reflexión y la profundidad del análisis aparecerá el accionar adecuado. Múltiples pueden ser las señales en el acerbo cultural, incluso muchas aún ni expuestas ni exploradas, pero ya tenemos unas cuantas. Podríamos afirmar que sobre el continente mestizo han caído todo tipo de diatribas para caracterizarlo y éstas permanecen en el imaginario de sus pueblos como un tratado que siempre habrá que tener en cuenta, como una existencia en perenne defensiva. Ya es tiempo de pasar a la ofensiva contra todos los aspectos en que se asienten tales ideas. Precisamente en nuestra actualidad se debate sobre el Plan Bolonia en las universidades. Fue allí, a principios del siglo XVI, donde se doctoró Juan Ginés de Sepúlveda, aquel que entre otras barbaridades expresó ésta: “Es lícito y justo que los mejores y que más sobresalen por naturaleza, costumbres y leyes imperen sobre sus inferiores. (…) con perfecto derecho los españoles ejercen su dominio sobre esos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio y todo género de virtudes y humanos sentimientos son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos, las mujeres a los varones, los crueles e inhumanos a los extremadamente mansos, los exageradamente intemperantes a los continentes y moderados, finalmente cuanto estoy por decir los monos a los hombres.” De aquí sólo debe quedarnos la lucha contra este Plan Universitario que lleva el nombre de la ciudad italiana donde Sepúlveda concibió las tesis doctorales de su barbarie.

El pensamiento latinoamericano ha encontrado una gran riqueza para la investigación en la pieza teatral “La Tempestad” de William Shakespeare. Uno de los libros fundamentales para acercarnos a esta gran aventura es “Caliban” del cubano Roberto Fernández Retamar. Además del agudo criterio, que él mismo ha ido ampliando y que aquí se citará con toda la extensión que merece, también nos posibilita el acercarnos a otros libros e investigadores que han tratado al personaje como una marca sobre la identidad latinoamericana. La primera huella que este erudito observa con vehemencia está en la misma palabra con que sostiene que América Latina se presenta al mundo europeo: Caliban, el esclavo salvaje y deforme de la última obra del poeta inglés, anagrama que éste realizó con el término caníbal, procedente del autóctono americano caribe y que tomó de otros cronistas.

En la obra de Shakespeare el milanés Próspero, en compañía de su hija Miranda, le robará su isla, muy cerca de las Bermudas, al nativo Caliban, lo esclavizará y le enseñará su idioma. Allí mismo tomará a Ariel para ponerlo también a su servicio. Dos esclavos. En una escena es referido cómo Caliban, con el propósito de llenar el lugar de descendientes, intentó violar a Miranda, por lo que Próspero lo condenó a vivir en una roca desierta. Se produce entonces, por parte del esclavo, una de las imprecaciones más rotundas del dominado al dominador: “Me enseñaste a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir. ¡Que caiga sobre ti la roja peste por haberme inculcado vuestro lenguaje!” (Acto I, escena 2).

Siempre rebelde, Caliban agrede para refugiarse luego en una súplica astuta ante un amo más fuerte que su Dios Setebos. Ariel, concebido como un ingenio artístico, pide insistentemente su libertad al poderoso Próspero, pero su delicadeza no le permite ir más allá de su paciente esperanza y continua realizando las acciones solicitadas por su dueño. Los dos esclavos, en su convivencia con el ocupante extranjero, aún situados en polos opuestos de resistencia, constituyen la dualidad de una historia al parecer interminable: las dos variantes de situación con respecto al poder. Aunque es en la rebeldía contra el señor donde se sigue viendo el mayor símbolo de destrucción para la consagrada humanidad occidental. Y podría parecer que los términos son otros, pero no nos engañemos, siguen siendo los mismos: la barbarie amenaza a la civilización. Así lo entiende muy recientemente un premiado historiador español en artículo publicado en el diario ABC el pasado 12 de abril: “No hay nada más repetido a lo largo de los siglos que el lamento pronunciado por Próspero: -No he acertado a ver la vil conspiración del bruto Caliban contra la vida-”. Una idea que refleja, sin el menor recato, que sólo con la obediencia del oprimido es posible la construcción de un mundo en paz y sin ningún miedo. Por supuesto, entendiéndose que quienes construyen para la vida están constantemente amenazados por la “brutalidad” de aquellos que han esclavizado y a los que no se debe descuidar ni un segundo mientras trabajan. Encima de que han sido casi anulados, estos “brutos” deben cargar con la culpa de todo lo que les salga mal a “los inteligentes”. Es la tragedia de la aceptación de la indignidad natural en la especie humana.

Numerosas investigaciones del ensayista caribeño lo llevan a recorrer históricamente el símbolo shakespeareano desde principios del siglo XVII hasta hoy, en que continúa surgiendo la pregunta sobre la existencia de los latinoamericanos. Y no duda en recurrir a Bolívar, en su mensaje al Congreso de Angostura de 1819, como síntesis de su planteamiento: “Tengamos en cuenta que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte; que más bien somos un compuesto de África y América que una emancipación de Europa, pues hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y este se ha mezclado con el indio y con el europeo.”

Entre la argucia del esclavo y la proclama del Libertador se realiza, como podría decir Paulo Freire, la tortuosa defensa del oprimido. Este usará el lenguaje y los instrumentos con que lo dominaron para combatir la dominación. Creará, a partir de todo lo que pudo significar su exterminio, no una infructuosa venganza ni una ocultación victimista, sino una obra nueva para colocarse en la vida. De esta manera, la historia entre el colonizador y el colonizado comenzará a ser la eterna dualidad entre el uno y el otro que, lejos de la desunión impensable, nos enfrentará a la invariable fuente de la existencia en su decursar hasta nuestros días. Ariel será el punto intermedio entre los dos extremos.

En su “Diario de Navegación”, Colón había apuntado que “había gente que tenía un ojo en la frente y tenían hocicos de perros, porque se dice que comían hombres”, así como otros eran “pacíficos y mansos”. De esta última visión surge “Utopía”, de Tomás Moro, en 1516, que Francisco de Quevedo interpreta como “no hay tal lugar”, llevando a Fernández Retamar a ironizarlo como que entonces “no hay tal hombre”, por lo que la situación del salvaje nos es más cercana. En definitiva resulta la más coherente con la degradación que para todo un continente y lo que en él se ha desarrollado se plantea desde los centros colonizadores. Sin ningún atisbo de preocupación Retamar habla como Caliban, pero ya más libre que el mismísimo Ariel y totalmente convencido de su buena obra:

“No conozco otra metáfora más acertada de nuestra situación cultural, de nuestra realidad. De Tupac Amaru, Tiradentes, Toussaint L´Ouverture, Simón Bolívar, José de San Martín, Miguel Hidalgo, José Artigas, Bernardo O´Higgins, Juana de Azurduy, Benito Juárez, Máximo Gómez, Antonio Maceo, Eloy Alfaro, José Martí, Emiliano Zapata, Amy y Marcus Garvey, Augusto César Sandino, Julio Antonio Mella, Pedro Albizu Campos, Lázaro Cárdenas, Fidel Castro, Haydee Santamaría, Ernesto Che Guevara, Carlos Fonseca, Rigoberta Menchú, El Inca Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz, el Aleijadinho, Simón Rodríguez, Félix Varela, Francisco Bilbao, José Hernández, Eugenio María de Hostos, Manuel González Prada, Rubén Darío, Baldomero Lillo, Horacio Quiroga, La Música Popular Caribeña, el Muralismo Mexicano, Manuel Ugarte, Joaquín García Monge, Heitor Villa-Lobos, Gabriela Mistral, Oswald y Mario de Andrade, Tarsila do Amaral, César Vallejo, Cándido Portinari, Frida Kahlo, José Carlos Mariátegui, Manuel Álvarez Bravo, Ezequiel Martínez Estrada, Carlos Gardel, Miguel Ángel Asturias, Nicolás Guillén, El Indio Fernández, Oscar Niemeyer, Alejo Carpentier, Luís Cardoza y Aragón, Edna Manley, Pablo Neruda, Joao Guimaraes Rosa, Jacques Roumain, Wifredo Lam, José Lezama Lima, C.L.R. James, Aimé Césaire, Juan Rulfo, Roberto Matta, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, Violeta Parra, Darcy Ribeiro, Rosario Castellanos, Aquiles Nazoa, Frantz Fanon, Ernesto Cardenal, Gabriel García Márquez, Tomás Gutiérrez Alea, Rodolfo Walsh, George Lamming, Kamau Brathwaite, Roque Dalton, Guillermo Bonfil, Glauber Rocha o Leo Brouwer, ¿qué es nuestra historia, qué es nuestra cultura, sino la historia, sino la cultura de Caliban?”

La lista sería más larga, porque habría que agregar muchos más hermanos que le faltaron de su tronco escogido y aún aquellos del árbol de Ariel como los de Miranda. Todos son de la isla que Próspero se robó. Todos se mezclan por la fuerza de los vientos huracanados, el retumbar de los volcanes o el acoso telúrico de una historia que todavía no ha alcanzado la dirección del viaje, casi como el esencial Ulises de James Joyce. América Latina ya no podrá escapar jamás de ese encuentro de mundos tan dispares que en ella han engendrado a tantos calibanes, arieles, mirandos y otros más. Todos forman la sustancia laberíntica de esos caracteres con que Retamar se identifica y que unen, en singular crisol de acciones contrastadas, la transparencia y firmeza de un Eduardo Galeano junto a los desafiantes pasos de un Gaspar Rodríguez de Francia, un Domingo Faustino Sarmiento, un Mario Vargas Llosa y hasta ese “Manual del perfecto idiota latinoamericano… y español”. De alguna manera, como introducción y transferencias mágicas del colonizador Próspero, contaminado de nuevas esencias por su contacto con la isla, podríamos advertirlo en la teoría “De lo Real Maravilloso” del escritor cubano Alejo Carpentier. No puede verse de otra forma el cosmos inconmensurable, todavía no descifrado totalmente, que impera en sus novelas “El reino de este mundo” o en “los pasos perdidos”, así como en “El Señor Presidente” de Miguel Ángel Asturias, en el “Pedro Páramo” de Juan Rulfo, en los “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez y en tantas obras más de esas inagotables minas que significan los encuentros culturales efectuados en América Latina. Pero esto amerita otra investigación.

Algunos elementos del contraste entre los dos mundos ya son fácilmente verificables. Si revisamos el prólogo que escribe Luís Astrana Marín a su traducción de la obra de Shakespeare podemos ver, mediante la comparación de los textos, cómo el dramaturgo inglés copia fragmentos de los Ensayos de Montaigne sobre el Mundo recién visto, que fueron traducidos al inglés en 1603 y que tuvieron una gran resonancia en Europa. El poeta de Stratford, en boca de otro personaje, repite al ensayista francés, se identifica con él cuando dice: “nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones. Lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres.” La Tempestad es una obra de final de una vida, cuando ya el genio poseía una mayor hondura filosófica y un realismo bien afincado en su escritura. En ella puede visualizarse la medida de hasta dónde el nombre asignado a un personaje, “Próspero”, trascenderá su época. En 1950, en París, el símbolo shakespeareano dará pié a la concepción del “Complejo de Próspero”. Una teoría psicoanalítica del francés Octave Mannoni, planteada en su “Psicología de la Colonización” a partir de sus vivencias en la isla de Madagascar. Y así vierte la definición: “es el conjunto de disposiciones neuróticas inconcientes que diseñan a la vez la figura del paternalismo colonial y el retrato del racista cuya hija ha sido objeto de una tentativa de violación por parte de un ser inferior”. Con esto se le achaca a Caliban la culpabilidad de su condición colonial, algo que más tarde será fuertemente rechazada por Frantz Fanon en su libro “Piel negra, máscaras blancas”, de 1952. El notable autor de “Los condenados de la Tierra” sabe que, sobredimensionadas la debilidad y la humillación del colonizado, el capitalismo haría de éste el mayor lastre de la historia, precisamente porque tiene que divulgar la teoría de que el conquistado necesita del conquistador. Le es apremiante reducirlo al salvajismo que justifique cualquier acción contra él. No es casual que algunas misiones de evangelización católica durante la colonización americana trataran de convencer a los negros esclavos de la suerte que habían tenido con la esclavitud, ya que mediante ella conocerían al Dios verdadero. Pensar que los negros esclavos llegaron a creer alguna vez ese discurso sería una blasfemia contra la misma inteligencia del conquistador. Igual podría decirse sobre la estupidez del conquistado en cuanto a su libre elección para sobrevivir. Ambos están enredados en la misma trama que los fundió como fundadores de un Nuevo Mundo que aún no se ha descubierto y del cual sólo tenemos algunas noticias para indagarlo.

Shakespeare funda su metáfora-concepto de La Tempestad a partir de las dos visiones dadas por Colón, pero, como todos los grandes, no se pierde en la tormenta que él mismo ha desatado, reflejando el propio desorden social que vive y para el que en boca de Próspero, finalizando la obra, y después de conseguir todos sus objetivos, intenta una esperanza. El personaje se dirige a Ariel y le dice: “¡Inmediatamente recobra en los elementos tu libertad y adiós!”. Como si fuera este genio del aire, por su firme colaboración con el poder, quien únicamente podrá acceder a la libertad. De Caliban no sabremos más, o sólo unas palabras de arrepentimiento por su desorden muy parecidas a su astucia para sobrevivir. Su desgarramiento apuntará al futuro. No podía ser de otra forma. Aún cuando los reinos ibéricos poseían las mejores condiciones, según algunos historiadores, dentro del régimen feudal europeo, para lograr su proceso de conquista o reconquista peninsular frente al Islam y dominar la conquista y colonización de América, su entrañable decadencia imperial no le permitía sostener la organización y extensión al Nuevo Mundo de la conocida Comuna Castellana, aunque su implantación allá, igual que aquí, tampoco hubiera podido superar las limitaciones de la época. Shakespeare refleja la arrogancia del bienvenido mundo burgués que, prendiendo su gran llama en Inglaterra, hubo de servirse de las riquezas amasadas por España en América. El imperio de los Reyes Católicos, después de llevar su estandarte más allá del mundo conocido y crear el Derecho de Indias, que según el eminente historiador cubano Manuel Moreno Fraginals es “el cuerpo jurídico más importante creado por la cultura occidental después del derecho romano”, le fue imposible liberarse del gran regalo que le significó América. Poco a poco el resto de los países europeos se encargaron de realizar su empresa capitalista. Y para ello necesitaban del mito del salvaje americano por encima de cualquiera otra estimación, y lo necesitaban para América y para el resto del mundo, incluyendo hasta a la misma España, con los que habría de forjarse la acumulación originaria del capital. Así se estaba imponiendo el establecimiento mundial del sistema.

El gran pensador uruguayo José Enrique Rodó escribió “Ariel” en 1900, constituyendo una de las obras de mayor influencia en la educación latinoamericana. Gran parte de los mejores luchadores del continente bebieron en esas letras. Para Fernández Retamar “nuestro símbolo no es Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban”. Y es cierto que es de este último de donde procede la más dura realidad continental. Y también fue este el que más atrajo a numerosos estudiosos, de buenas y malas intenciones, desde Shakespeare hasta nuestros días, y que con tesonera investigación ha rastreado el eminente ensayista cubano. Para Retamar “Rodó equivocó los símbolos, aún cuando supo señalar con claridad al enemigo mayor” que significaba la América del Norte. Pero, ¿acaso tanto Caliban como Ariel no son los seres que, aún procedentes de otros confines, se hicieron originarios de la isla conquistada por Próspero? Las investigaciones en el imaginario latinoamericano y su proyección mundial sólo acaban de empezar. Los estudios del sabio cubano nos serán una de las guías más recurrentes, pero no tenemos por qué poner un punto final que ni al mismo investigador encantaría.

El mismo escritor nos recuerda que en 1878 el humanista francés Ernest Renan escribe su drama “Caliban”, una continuidad de “La Tempestad”, donde identifica al personaje con el pueblo que él subestima. Siguiendo la huella del francés, Retamar nos dice que en 1881 rectifica algunas ideas para considerar a este personaje como alguien que “nos puede prestar mejores servicios”.

Volviendo al siglo XX leemos que en 1950 el antillano Aimé Césaire, que también había escrito “Una tempestad”, publica “Discursos sobre el Colonialismo”, donde, además de ir contra la visión del “complejo” creado por Mannoni, regresa al pasado para extraer las raíces que, como una generalidad del pensamiento despreciativo del colonizador hacia todo el mundo por conquistar, se encuentran en estas palabras de Renan: “La naturaleza ha hecho una raza de obreros, es la raza china, de una destreza de mano maravillosa, sin casi ningún sentimiento de honor; gobiérnesela con justicia, extrayendo de ella, por el beneficio de un gobierno así, abundantes bienes, y ella estará satisfecha; una raza de trabajadores de la tierra es el negro; una raza de amos y de soldados, es la raza europea. Que cada uno haga aquello para lo que está preparado, y todo irá bien”.

Se podría pensar que las distintas regiones colonizadas han venido a la vida sin la menor dignidad, pero nuevamente estaríamos hablando de un pecado original que muy bien podría pertenecer a toda la especie. Como ya ha sido desterrado, no deberíamos tenerlo en cuenta, pero sería un error. Y hay que subsanarlo cada vez que se presente, porque seguirá presentándose, aquí y allá. América Latina _ y todo el llamado Mundo Pobre_, fue marcada y ella misma se ha encargado de enorgullecerse de esta marca, limpiándola con la sangre numerosa de sus tantas revoluciones y embelleciéndola con sus portentosas singularidades. Europa, también marcada por sus actos allende los mares, todavía no tiene asimilada la influencia de su marca. El tal Complejo de Próspero afecta al colonizado y al colonizador. Cualquier discusión sobre civilización y barbarie debe situarse en esa premisa de dependencia mutua que puede existir en cualquier sociedad. Se ha de tener en cuenta, pero no para diferenciarnos en superiores e inferiores, sino para encontrarnos y entendernos en el largo camino de la historia que nos ha tocado recorrer juntos.

En “Autores americanos aborígenes”, de 1884, escribía José Martí: “Se viene de padres de Valencia y madres de Canarias, y se siente correr por las venas la sangre enardecida de Tamanaco y Paramaconi, y se ve como propia la que vertieron por las breñas del Cerro del Calvario, pecho a pecho con los gonzalos de férrea armadura, los desnudos y heroicos caracas.” Podría pensarse como algo exagerado este pensamiento, pero si lo tomamos en términos de elección identataria, o como sencillamente todo lo que un ser humano puede acumular en su más plena libertad, tendríamos que reconocerle la más completa legitimidad. Nadie es en tanto a origen, porque todos somos una mezcla de eso y de lo mucho más que cada cual se labra en absoluta fidelidad a su naturaleza y a la obra de amor que siempre llevamos dentro para ser y hacer.

La América mestiza, más allá de sus marcas de conquista, colonización y neocolonización, e incluso de los serviles representantes de mentalidad diferente _porque tenía que tenerlos_, no habrá de significar nunca nada extraño para nadie, salvo esa desbordante imaginación que la caracteriza por la desmesura de su búsqueda de arraigo en cualquier sitio del mundo. Porque es que todo el mundo, y acabemos de creerlo, ha ido a ella y en ella ha encontrado casa propia.

La ideología más reaccionaria ha llegado a popularizar la idea del menosprecio, ya no sólo al latinoamericano, sino también a todo lo latino, lo hispano, tratándolos como provenientes de una encrucijada cultural inferior, malsana y con pocas probabilidades de situarse junto al esplendor anglosajón. ¿Qué se podría argumentar desde aquí a semejante delirio? Seguramente también por estas tierras encontraremos a serviles representantes del coloniaje más actual, ese que a partir de 1898, con sus cañoneras y sus dólares, ocupó la isla de Cuba e inició la última y verdadera tiranía en el mundo. Aunque no sea necesario, siempre es bueno repetirlo, la referencia es para los Estados Unidos de América y su absurda pretensión imperial en tiempos de tantas liberaciones.

Así dijo otro de los grandes de aquellas tierras, Fidel Castro, en 1971:
“Todavía, con toda precisión, no tenemos siquiera un nombre, estamos prácticamente sin bautizar: que si latinoamericanos, que si iberoamericanos, que si indoamericanos. Para los imperialistas no somos más que pueblos despreciados y despreciables. Al menos lo éramos. Desde Girón empezaron a pensar un poco diferente. Desprecio racial. Ser criollo, ser mestizo, ser negro, ser, sencillamente, latinoamericano, es para ellos desprecio.”

Son exactas las palabras del líder cubano, pero como América Latina, la Agenda Latinoamericana y el propio proyecto de ida y vuelta son puntos de encuentro, lugares de reposo para el entendimiento, no demos mayor significado del que ya tienen las palabras del gran luchador y abramos, con toda la civilización que pretendemos descifrar, los brazos de bienvenida a todos los que se nos acerquen. Y esto, de ninguna manera, quiere decir que aceptamos ser los herederos completos de Ariel. No. Sólo estamos asimilando su cercanía muy, muy efectiva, y hasta seguramente su mayor rebelión en sus aproximaciones a Caliban. Es este el espíritu del más germinante de entre nosotros, José Martí, que pocos días antes de morir le escribe a su madre:

Montecristi, 25 de marzo de 1895.

Madre mía:

Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Ud. Yo sin cesar pienso en Ud. Ud. Se duele, en la cólera de su amor del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Ud. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre. Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de Ud. con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición.

Su
José Martí

Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Ud. pudiera imaginarse.
No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca.


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martes, 5 de mayo de 2009

Un Camino Revolucionario

No estamos preparados para cambiar el Capitalismo, pero por esa falta, la preparación es inminente. Contradictoriamente, por no poder imaginarnos un cambio tan brusco, estamos en el momento ideal para un camino revolucionario. El Cambio del sistema empezará con la voluntad de cambiarnos nosotros mismos. No tendremos que esperar un decreto de nuestra sociedad o de todo el mundo. No aparecerá, a pesar de la crisis en que vivimos, una disposición semejante. El verdadero salto lo impulsará la actitud de cada ser humano. Podremos realizar todas las manifestaciones, actividades, discursos, conversaciones o escritos que llamen a los demás al cambio, pero éste sólo empezará a caminar cuando cada ser humano revise sus formas de vivir. No es difícil, sólo debemos ser coherentes con nuestros instintos naturales.

Es notorio que la transformación de la producción y del consumo será un paso determinante. Por eso surgen tantas iniciativas para avivar la agricultura y la ganadería a niveles locales, como un retorno a la comunidad primitiva, donde la propiedad privada no existía y todo estaba al servicio de las necesidades colectivas. Sería elocuente volver a aquel momento en que el excedente de la producción se convirtió en ese monstruo que parecía enseñarnos la responsabilidad individual y luego se convirtió en el mercado de almas que fue aumentando sus torturas hasta la época actual. Sería un don divino imaginarnos que en aquel punto había otro camino que no escogimos. Ya todo pertenece al terreno de la especulación, pues resulta imposible prescindir de muchos logros de la vía por donde nos fuimos. Cuántas bellezas ha creado la actividad humana. Ahí estaría nuestro mejor retorno a la senda no recorrida, aunque también habrían de haber muchas otras. No lo sabremos nunca. Ésta que tenemos es, preciosamente, la nuestra. No habrá retorno, sino ajuste, aunque se iluminen los más grandes idealismos de la Humanidad. Será un tiempo como para permitir que todos los sueños sean escuchados.

Hay quien piensa que junto a las flores del jardín debemos sembrar tomates y que compartamos con el que siembra melones. Otros plantean un mayor uso del transporte público o hacer que sus coches sean comunitarios. Una buena mayoría ya vive con la necesidad de no tirar nada, y mucho menos comida. Y muchos más ya hablan de no comprar aquello que consideran absurdo que se produzca. La voz más general es que actuemos en nosotros y con la profunda certeza de que no nos equivocamos. Por ello ahora impera la decisión de cambiar un montón de cosas y seguir adelante. Y nada más.

Las posibilidades para esa actuación son múltiples y la imaginación será desbordante. En cada lugar se acometerán las acciones más adecuadas, que igual serán semejantes o diferentes a las de otros sitios. De lo que se trata es de ir afincando en la realidad la hermosa tarea de conocernos, entendernos y compartirlo todo. Hacernos realmente Pueblo. Seguramente muchos no comprenderán, y aunque ello nos interese y tratemos de darles las explicaciones pertinentes, en ningún momento debe obstaculizarnos para mantener la actitud. Esa debe ser la divisa: cambiar mi vida. Seguramente todo será más festivo, con mucha más música y arte y las infinitas maravillas creadas junto a la Naturaleza. Cada instante será una eternidad. La Poesía Pura. ¿Qué otra cosa podría devolvernos el sentido perdido? Una fuerza de utopías habrá de crecernos en las plantas de los pies heridos. No hay otro camino, es el único, aunque tengamos que atravesar senderos muy peligrosos, pero es seguro que arribaremos adonde queremos.

Sólo falta el valor de ser y actuar de forma diferente. Sin miedo, porque mientras éste ocupe nuestros ojos, no haremos nada. Surgirán algunos aprovechados o abusadores. Dejémoslos existir. Ya notarán que algo nuevo está pasando. Reafirmemos la fuerza colectiva. Seguramente perderemos algunas oportunidades de ganar más dinero, de tener más cosas, de ser más importantes. No hagamos caso. Fortalezcamos nuestros principios. Sólo queremos ser felices. Es el único camino revolucionario. La extraordinaria metáfora que se desprende del film “Revolutionary Road”, de Sam Mendes, recién estrenado en nuestros cines.

Es lo que hacen con sus vidas la tropa del “The Bridge Project”, dirigida por el mismo cineasta, lejos de las alfombras glamourosas, representando ahora mismo en Madrid “El jardín de los cerezos”, la famosa pieza teatral de aquel ruso inmenso que profetizó al final de su vida una revolución política y social, Anton Chejov, el más visionario, después de Balzac, del abismo en que había entrado el ser humano con el sistema capitalista.

Cada cuál habrá de saber qué hacer, porque todos tenemos en nuestras manos la posibilidad del cambio. Una decisión que se resiste y a veces, si no medimos nuestras fuerzas, si no sabemos quiénes somos y qué queremos, si no visualizamos bien el camino, puede trastornarnos. El temible desorden, ese enigmático segundo principio de la Termodinámica, lo tenemos mal estructurado. Hay que ponerlo en su sitio. Como decía Tolstoi, porque resulta una verdadera calamidad y una bajeza moral no tener el valor de ser auténticamente humanos y vivir en el cambio la buena vida que siempre nos ha estado esperando. Todo está en cada uno de nosotros, aunque la sociedad en que vivimos nos imponga un cuidado especial para protegernos.

En un reciente texto, “La respuesta a la crisis: el decrecimiento necesario”, Joan Surroca escribe: “En el imaginario colectivo está tan arraigado el sistema que hemos vivido, que vivieron nuestros padres y abuelos, que nos resulta imposible descolonizar nuestras mentes de que no hay vida más allá del capitalismo. Cualquier cosa nos resulta más verosímil que la desaparición del capitalismo como forma de organizar la economía. Incluso relacionamos capitalismo con democracia (sin capitalismo no es posible vivir democráticamente); capitalismo y libertad (sin capitalismo no hay libertad); o capitalismo y bienestar o buen vivir (es el crecimiento, el consumo, lo que nos permite llegar a la felicidad)…. Para qué queremos tanta producción, tanto trabajo, tanto dinero incluso, si luego no tenemos tiempo para vivir? Nuestra única riqueza es el tiempo, y los más lúcidos de nuestra sociedad ya han empezado un cambio significativo. Uno de cada cinco norteamericanos, en los últimos cinco años, ha optado por ganar menos, de manera voluntaria, a cambio de disponer de más tiempo. Parecido porcentaje resultó de una encuesta realizada en Australia. Mucha gente empieza a practicar el “menos, para vivir mejor”.

Y podríamos atrevernos a ir más lejos. Se podría identificar al ser humano con el capitalismo, como si la relación ya no fuera una potestad nuestra, sino que ya es una fuerza mayor de definición y continuidad de la vida. Contra ello surgen oposiciones bien singulares como esas de que habla el escrito. Se erigen en una actitud completamente individual, casi sectaria, pero con grandes posibilidades de hacerse colectiva, y ahí radica su valía, porque es una forma, de las tantas que se arremolinan en nuestros pensamientos y deseos, de lucha contra el sistema. Las diversas maneras no cesarán de crecer, porque es el cambio el que, en última instancia, sólo será posible cuando se asuma globalmente.

Por todas partes ya es un hecho consumado la miseria de vida que se tiene personalmente, y ésta se va relacionando con el capitalismo. Se está viendo la etiqueta que el mercado nos ha puesto. A veces valemos mil euros y otras sólo uno, y en algunos sitios no valemos nada. Cuando nos damos cuenta de que no somos ese sistema, todo cambia. Por supuesto que lo que sobrevendrá constituye una gran amenaza, sobre todo para aquellos que hacen sus vidas a costa de la muerte de millones. Habrá que precisarlo, pero no se trata de desesperarnos por definir ese porvenir, sino de actuar irremediablemente en los cambios que están en nuestros sentimientos y en nuestras mentes. Adivinar las adivinanzas que nos acechan. Para ello es indispensable que nos involucremos en los grupos de poder y horadar sus pesadas rocas, igual que el mar. Los valores establecidos en nuestra sociedad están sirviendo para evitar el salto necesario. Pues contra esos valores hay que fijar el día a día. Son esas disciplinas las que nos dan las mentirosas sensaciones de tranquilidad y prosperidad, las que nos aconsejan calma, las que no permiten que nos arriesguemos, porque todo podría ir a peor; son los valores que de alguna forma toleramos para que haya orden y podamos seguir disfrutando o esperando un bienestar que sabemos absurdo; los dogmas del no hacer nada porque nada ni nadie podrá cambiar la esencia feroz del ser humano: son los valores que poco a poco nos están aniquilando. Luchar contra todos ellos es el mejor camino que podemos emprender. En él nos vamos cambiando nosotros mismos.

El reconocimiento de algunos aspectos de nuestra cotidianidad tiene que constituirse en un esfuerzo diario. Resulta imprescindible comprobar en carne propia la fealdad de la vida que llevamos, desde el estorbo que nos significan unos trabajos que odiamos hasta la prisa que nos impide respirar con holgura. Igualmente revisar el por qué hemos aprendido a convivir con nuestras masacres, y casi hasta aceptarlas con una mínima mueca de espanto. Como si las defendiéramos, porque las consideramos inevitables. En cualquiera de ellas pueden morir nuestros seres más queridos, y todo por un simple descuido o por una más sencilla indiferencia al medio que nos rodea. Suceden en las pequeñas poblaciones, en las grandes, y en las escuelas, en las calles, en las casas, aunque sólo las tengamos como tales en las guerras que nuestros armados países desencadenan en otros un tanto lejanos. Cualquiera puede tener un misil en el armario. Pero más que el estallido de las armas, el daño principal está en nosotros, en nuestras reacciones minimalistas a lo que sucede bien cerca de donde estamos. A lo que nos pasa muy dentro de nuestras almas. Porque podría decirse que somos capitalistas casi al 100%. Y con esa carga siempre nos detendremos. No es precisamente un estímulo, sino una cárcel. Es lo que nos dice la película de Sam Mendes.

No estamos preparados para el cambio, y cuando éste se enuncia proviene de una mente enferma. Del vacío irremediable de la sociedad actual nadie puede librarnos, excepto nosotros mismos, si tenemos el valor necesario.

Aquellos preciosos jóvenes que hace varios años vimos naufragar, de forma edulcorada, en un Titanic que sólo perseguía mantenernos en la enajenación de nuestras fantasías, regresan ahora con otro naufragio, nada paisajístico, que intenta explicarnos la alienación en que vivimos. El delirio in extremis. Kate Winslet y Leonardo di Caprio son esa sencilla pareja que habita en nuestras casas o en la de al lado. Él, con un trabajo que detesta; ella, ya de regreso de algo frustrante, y persona que ama, que adora, propone el cambio. Como siempre, el amor será el detonante para cualquier mejoría en la vida. Él se anima, pero todo conspira en su contra, porque el dineral como promesa a ganar es un tentáculo demasiado poderoso, y su hombría es un bien social heredado con una presencia inmisericorde; entonces ella parece pensar: “si no puedo hacerte el bien y no puedo vivir con tu mal, seré yo quien me haga daño”. Otra vez el amor como el gran sacrificado en su fiesta final. La segunda pareja habrá de escoger no hablar más de esa familia, y el anciano del otro matrimonio cerrará la entrada del audio para no oír más los prejuicios del miedo. Para todos ellos está muy claro qué habría que haber hecho, pero no, aunque lo desean, no están preparados. Por ello hay que empezar a prepararse en los aspectos más pequeños, para que cuando nos lleguen los grandes no le fallemos a la vida.

Y no hay mucho más en el film, aunque en la novela de Richard Yates podamos deleitarnos con el regocijo de la imaginación que fomenta siempre la lectura. La película, con ese gran poder que el séptimo arte ha logrado, nos entrega, en un instante compartido con otros espectadores, la posibilidad de vernos a los ojos y pensar que todos, en alguna medida, estamos atrapados en el miedo a buscar la felicidad que sabemos tan cercana. Y todo por una simple falta de preparación para enfrentarnos a la disyuntiva en que el sistema nos dice o él o nosotros. Así, diaria y constantemente nos estamos muriendo mientras salvamos al capitalismo. Algo increíble, pero cierto. Estamos prefiriendo despeñarnos por el precipicio antes que cubrirlo con todo el fango de su historia de una vez y para siempre. Como si el vacío fuera nuestra identidad mejor preparada para la vida.

"Y el poeta nos dice: Mientras cubren el cuerpo de Polinice, amanece". ( Pequeño homenaje a Ricard Salvat )

Un sabio inmenso para hablar sobre los tesoros del Teatro, pero sobre todo, un amigo más grande para perderse en los secretos del alma humana.

Conocí a Ricard en momentos muy tormentosos para la realidad cultural cubana y también para mí. Él, junto a otros artistas, acababa de premiar la pieza Los siete contra Tebas, calificada por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, la entidad convocante del premio, como una obra al servicio del enemigo imperialista. Era 1968. Aún yo estudiaba Artes Escénicas en la Escuela Nacional de Arte de La Habana, un paraíso en el barrio de Cubanacán. A todos los alumnos de Teatro se nos convocó, por el entonces maléfico director del centro, para una reunión donde debíamos condenar al premiado autor cubano Antón Arrufat y a los miembros del jurado que, por mayoría, inclinaron la balanza premiadora. Mi maestra de interpretación dramática, mi muy querida Raquel Revuelta, una de las más grandes actrices cubanas y de indudable fidelidad a las causas del país, también había sido miembro de aquel jurado. La recuerdo diciéndome: “voté por la revolución, no contra la obra”. Mis discusiones con aquella excelente mujer eran fenomenales. Nunca me callé, pero a ella le gustaba que yo fuera así y a mí me encantaba que me lo dijera: de alguna manera lo que ya yo era, ella lo aplaudía, y en un joven que todavía no había cumplido los 20 años esto poseía un valor incalculable. A pesar de mis discrepancias con Raquel, siempre le agradecí aquel estímulo.

No asistí a la reunión de condena a la pieza teatral. En esos momentos paseábamos por el Edén de mi formación artística Raquel, Ricard, Stelán y yo. Hablábamos de aquellos edificios tan hermosos que fueron un sueño de la Revolución. A mi escuela la llamábamos Las Ruinas, porque permanecía intacta en su no terminación. A la Escuela de Ballet casi se la tragaba el río Kibú. La de Música serpenteaba entre los árboles. La de Artes Plásticas emergía en el paisaje como una flota de hermosos bajeles asiáticos. La de Danza Moderna nos sirvió para deleitarnos, desde su espléndido mirador, con el bosque y con las palabras. Stelán, el sueco, apenas pronunció una palabra, era sueco de verdad. Ricard no habló mucho. Raquel tampoco. Pero yo era un perfecto guía de las maravillas que estaba viviendo cada día en aquel conjunto de naturaleza tropical y ladrillos erigidos por unos arquitectos soñadores. Pero si el Arte no sueña, ¿quién soñaría? Pues aparte del Arte, en la Cuba de aquella época también soñaba la Revolución. Sólo dos de las edificaciones se estaban utilizando. Las otras tres tendrían que despertar más adelante. Así pasó con el jurado que premió la pieza teatral condenada por la oficialidad: 3 contra 2. Ganó Arrufat. Pero nosotros éramos cuatro. Hubo empate. Raquel y Stelán votaron por el despertar. Ricard y yo votamos por la realidad. No pasó nada. Pero en la reunión de la Escuela de Teatro hubo unanimidad: rechazo absoluto a las pretensiones divisionistas de los artistas negativos.

El día que Ricard abandonó La Habana me dijo con una sonrisa: “el despertar es parte de la realidad”. Ya no lo volví a ver más hasta 1985, y todavía se acordaba de aquel paseo por el reino de las Artes Cubanas y de sus palabras. Otra vez fue la sonrisa. Yo participaba con la compañía teatral cubana Grupo Teatro-Estudio, la más prestigiosa del país y dirigida por Raquel, aunque ésta no venía con el conjunto, en el XVII Festival Internacional de Teatro de Sitges, donde Ricard nos entregaría la Mención Especial Premio Cau Ferrat por la obra Morir del Cuento. Habían pasado la misma cantidad de años que el número de Festivales en la costa catalana. Igual que la desaparición del sueco Stelán, entonces, el paseo por la bella ciudad de Barcelona sólo lo hicimos Ricard y yo. Nunca olvidaré el inmenso gusto de ver aquellos amplios círculos en que bailaban sardanas. Me pareció, y aún lo creo así, que en aquel baile se estaba mirando un pueblo. Y me parece tan hermoso que un pueblo se mire mientras baila. Es como la fiesta del alma. Ricard me habló de Salvador Espriu. Yo le hablé de Eivissa. Y me animó a romper la oficialidad en que yo andaba e irme a la isla de mi padre. Me fui, escondido del vigilante cubano que nos acompañaba en el Festival. Qué recibimiento me ofreció mi familia. Fue un día. Desde las 6 de la mañana hasta las 6 de la tarde. A las 8 de la noche yo actuaba en el escenario del teatro principal de Sitges. Cuando se acabó la función Ricard me estaba esperando. Me tenía uno de sus libros: “El Teatro, como texto y como espectáculo”. Ahora mismo lo miro. Todavía puede leerse en la primera página: “Para Andrés Marí, como testimonio de admiración y amistad. Cordialmente, Ricard Salvat, Barcelona, 19-V-85”. No me lo dijo, pero estoy seguro que me escribió pensando en mi atrevido despertar para romper la barrera de mi policía. Yo estaba felicísimo con el viaje realizado a la isla pitiusa.

Nuevamente una larga jornada sin vernos, aunque en 1992 le envié, a través de un amigo común, mi primer libro de poesía: “Viviendo”, publicado ese año por la Universidad de Guayaquil, Ecuador. Me contestó a través de una postal que debe estar en alguno de mis cuadernos en La Habana. Reflejaba en sombras un baile de sardanas. Recuerdo que estaba encantado con mis versos. Le parecieron muy sencillos. Y el calificativo me fascinó, pues era una palabra de mi José Martí. Y llegó 1995, en que vine a Catalunya para presentar mi pieza teatral “El Italiano”, premiada en Cuba y con la que me encontraba de gira por varios países en representación de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Ricard se horrorizó: “¿Pero con esta obra no has caído preso?” Yo estaba radiante: “Pues no, todo lo contrario, la misma institución que rechazó tu veredicto en 1968, y que prohibió la representación de aquella obra, ahora me premió a mí, me ha celebrado y me ha enviado en su nombre”. Sonreímos y él recordó aquel lejano paseo por el paraíso de mi escuela: “la realidad siempre despierta”.

Regresé a la Ciudad Condal en el año 2000, ya con un ejemplar para Ricard de mi desenfadada obra teatral acabada de publicar en Cuba. Me invitó a su cátedra en la Universitat de Barcelona. Hablamos largo. Y de ahí a un ensayo de estudiantes que se presentarían en un Festival en los Estados Unidos. Le conté de mi proyecto por acá. Él me oía como si no me creyese. Más tarde, cuando la Fundació Vivint se hizo realidad y fundé el Teatre de Paper i Cartró con discapacitados mentales en Canet de Mar, él se asombró como un niño. Después pasaron los años. Apenas volvimos a vernos, pero nunca dejó de llamarme de vez en cuando para saber cómo me iba. Todo perfecto, hasta la última vez, en que me acompañó a una editorial catalana en busca de ayuda para que publicasen mi nuevo libro “Cuba, una memoria imprescindible”. Al no recibirnos la persona esperada y no gustarle mucho la propuesta a quien nos recibió, Ricard exclamó, sin haberse leído mi libro: “Andrés és un escriptor”. Fue un día hermoso, como todos los que compartí con él. Ahora me acaban de llamar para anunciarme su fallecimiento: “Era el más grande del nuevo teatro catalán”. Yo agregaría que también fue el maravilloso amigo que siempre quiso escucharme. Por eso ahora le doy este gusto único, hablando de mí, los recuerdos que mi memoria no ha perdido y el deseo enorme de que el otro Ricard, el poeta de la generosidad para el futuro, me permita escucharlo y mirarlo hasta que despierte y no sea demasiado tarde. Sí, será realidad, por lo tanto que este hombre magnífico amó a Cuba y a sus gentes y por la enorme sabiduría que siempre puso hasta para el instante más sencillo de la vida. Quiero recordarlo con sus preciosas palabras en las Notas al Programa por el estreno, después de muchos años de ostracismo, de aquella obra condenada que hace muy poco tiempo despertó a la realidad de mi verde caimán:

“He vuelto a leer Los siete contra Tebas después de treinta y nueve años. La primera impresión que he tenido es que con este texto ha pasado lo que sucede con los muy buenos vinos: yo diría que la obra de Arrufat ha ganado con el tiempo. Apareció y se convirtió en una especie de huracán, literario y político. Ahora que ya la vorágine y los malos aires se calmaron uno reencuentra la perspectiva que tuvo al leer por primera vez el texto de Arrufat, cuando aún los ánimos no se habían contrapuesto ni enfrentado.

Ahora, me ha resultado un texto brillantemente escrito, con una profunda meditación sobre lo que es la guerra y la lucha fratricida, trabajado sobre la esencial aportación de Esquilo, su particular estructura ritual, el no parecer importarle demasiado los avatares del individuo, sino la familia en su totalidad, lo que los griegos llamaban el genos. Las razones del genos, del pueblo se entretejen con las de Etéocles. Las voces de los habitantes de la ciudad se convierten en un contracanto emocional. Etéocles y las voces de sus conciudadanos se funden y confunden.

Arrufat no da demasiada importancia a la sombra de Edipo, sino al conflicto por el poder. La tragedia se ensimisma, no se distrae, va a lo que es para Arrufat fundamental: la lucha a muerte entre los hermanos.

Así, su obra queda, más que nunca, “llena de Ares”, como dijo Gorgias, y de crueldad por la evocación de los terribles sufrimientos que esperan a las mujeres. La escena de enfrentamiento entre Polinice y Etéocles, sin duda la más grande aportación de Arrufat, resulta hoy impresionante de verdad humana y de grandes intuiciones políticas. Esquilo habla de sufrimientos, pero también de libertad y orden. Arrufat lleva estos presupuestos a los últimos extremos y consecuencias. Como ha de suceder en las tragedias, el destino se cumple siempre.

Releo ahora un penetrante artículo de Guillem Martínez en El País (31 de julio de 1997), en el que Arrufat hablaba de los catorce años que pasó en el ostracismo: “Los pasé casi tranquilamente. Pensé que ante todo era inocente, que tenía razones y que mi obra es mi momento. El Estado intentó realizar su obra conmigo. No lo consiguió. Y yo conseguí hacer la mía. El Estado cumple su destino. Los escritores deberían cumplir el suyo”. En este 20 de octubre del presente año, 2007, en el Mella, con los admirables actores del conjunto Teatro Mefisto, dirigidos por Alberto Sarraín, el doble destino, el del Estado y el del escritor, tendrá su final.

Qué bueno que lo hayamos podido ver directa e indirectamente todos los que luchamos a favor del texto, José Triana y Adolfo Gutkin, integrantes del jurado que la premió en 1968, y que hicimos lo posible y lo imposible para que esta obra ganara el Premio José Antonio Ramos. No olvido, evidentemente, al maestro Lezama, ni a Roque Dalton. Siempre estuvimos de acuerdo en nuestras conversaciones. Sus razones fueron para mí clarificadoras y decisivas.

Polinice, “el de las muchas discordias” será también enterrado, y Polionte dirá aquellas impresionantes palabras de comprensión y amor: “Ustedes, sepúltenlo. Tendremos para él la piedad que no supo tener para Tebas”. Y el poeta nos dice: “Mientras cubren el cuerpo de Polinice, amanece”. Sin duda será un bello amanecer.”

El Lector o la resurrección de los muertos

Una profunda metáfora sobre “la ley” y “la moral” que nos impone la sociedad actual.

En el llamativo analfabetismo de Hanna, la protagonista del último film de Stephen Daldry, podemos encontrar el contrapunto entre los dos polos de las actitudes y decisiones humanas ante el sistema que nos hemos dado. Puede cuestionarse tal característica en el personaje y hasta podríamos verla como una inconsistencia de la trama, una debilidad argumental en la novela de Bernhard Schlink, un ardid para atrapar la atención hacia el conflicto, todo es posible, pero lo que sí es imposible no considerarla un perturbador símbolo de la situación en que se encuentran las actuales generaciones: somos unos destructores analfabetos, aunque podríamos dejar de serlo.

Nunca será tarde mientras el viento nos empuje a Ítaca. De ahí que Homero sea el autor que más retumbe en la interrelación entre Hanna y su joven amante. Aunque sea Chejov el final que los aguarda. En la lenta decadencia de todo el sistema político, social, económico y cultural que el escritor ruso vislumbró se esconde una esperanza: que hagamos algo por cambiar este mundo que nos mata sin que apenas lo notemos. En el intenso drama del realizador de Las Horas y Billy Elliot no se puede esperar una inquietud menor. Suya ha sido una de las mayores preocupaciones cinematográficas por la transformación de los valores humanos que nos consumen.

No va nuestra película por los caminos de la sorpresiva carta guardada de la literatura europea ni tampoco por la culpabilidad alemana. El sistema que impone una “ley” y una “moral” es el pozo donde pretende bucear. No decimos si algo está bien o está mal, si es humano o si es moral. Decimos si es legal. Hablamos sobre la “ley” establecida por quienes le arrebataron el poder a la comunidad y le asignaron el rol de la obediencia. La costumbre entre vencedores y perdedores. La que nos dice que si somos policías debemos velar por el cumplimiento del orden, de la “ley”. La misma que nos propone ser mercaderes, o sea, lo que somos todos, gigantes y enanos, para comprar barato y vender caro lo que sea y así obtener nuestros beneficios. Es legal. Hasta que el sistema no cambie todos estamos protegidos en su paraíso. Y no sólo en los fiscales que en estos días están de moda. Estamos a salvo porque creemos en el poder de “la ley”, aunque nos parezca tan enigmática como a Kafka. No entraremos en el reino de su cuestionamiento. Es lo creíble, lo histórico, lo que nos ha traído hasta aquí y por algo será, es. Es “la ley” y como medida de protección nos serviremos de ella con sus matices de cumplimiento y excepción. Cada cual en su lugar y todo permanecerá ordenado, aparentemente armónico, aunque se destrocen unos cuantos millones de seres humanos. Así se han forjado los valores éticos de nuestra civilización.

El idilio amoroso entre Hanna y Michael sólo es el recuerdo en la sepultura de la primera. La historia verdadera está en el tribunal de Berlín. Ella se defiende de la “ley” increpándole al juez: “Nevaba, había un bombardeo, se inició el fuego, ¿qué hubiera hecho usted?” Esta mujer y sus otras compañeras debían vigilar a unas prisioneras, impedir que se escaparan, pero sucede un accidente durante el traslado de las detenidas. Las seis guardianas encierran a sus víctimas en una iglesia. Todas mueren quemadas, nadie abrió las puertas. Aunque lo único que las acusadas hicieron fue aplazar un poco el destino final. Las llevaban a morir en las cámaras de gas. El hecho fortuito del incendio sólo vertió sobre ellas la posibilidad de una decisión que por “ley” no les pertenecía. Y no se trata de inventar a la persona ausente en aquel momento que hubiera salvado a las prisioneras en la iglesia. Si tal persona existiera coherentemente la famosa “ley” la habría exterminado con la misma saña. De lo que se trata es que esta persona no constituya el impulso de un riesgo individual. Es muy reciente la paliza recibida por un profesor universitario que trató de impedir el maltrato a una joven por su pareja. Todos, en cierta forma, nos escabullimos a diario de consecuencias como esa. Es normal. Es “la ley” que tenemos como valor humano, la misma que nos empuja a la supervivencia, al sacrificio o a la indiferencia. Podría objetarse que siempre pasarán estas cosas, que todo depende de la actitud de cada cuál. A ello podríamos decir que cada cuál actúa según los valores establecidos socialmente y nunca es el azar de una actitud particular el que corona “la ley” que nos rige. Esta excepción no cabe en el marco jurídico que “la moral” intenta explicar. Por mucho que la modernidad haga avanzar su poder de juicio siempre se equivocará mientras no asuma el resto de los valores humanos. Así no se podrá consolidar jamás una humanidad, al contrario, así es como se desgastan sus fuerzas y se hunden en un abismo irreconocible.

Las otras ex guardianas permanecen indiferentes en el juicio. Una hasta teje con absoluta normalidad. Sólo nuestra protagonista inquiere al jurado. No hay respuesta. Ya no gobiernan los nazis. Ahora se juzga a sus colaboradores. Pero “la ley” no ha cambiado. Sólo un matiz. Se revisa un informe del hecho y se busca la prueba de quién pudo escribirlo. La mujer se niega a que se revise su letra. El joven enamorado sabe que ella no pudo escribirlo, pero ninguno lo dice. La vergüenza ante el analfabetismo correspondería a otro valor no contemplado. Se dicta sentencia. Cuatro años para las que esperan por el veredicto y cadena perpetua para quien ha intentado una explicación. Entonces viene el largo desenlace. Él le enviará grabados los libros preferidos. Ella los oirá y aprenderá a escribir y a leer. ¿Qué lograron? El día en que ella recobrará la libertad él le ofrece toda su ayuda para reincorporarse al sistema. El mismo que con su “ley” la mantuvo encerrada durante 20 años. ¿Qué sentido tiene abrir las puertas? Ya esta mujer está incinerada. No puede concebir retornar a la inmensa paranoia que desde Troya estamos recorriendo por los intrincados laberintos de la ignorancia. Ella se quita la vida y le deja una nota para que él entregue un dinero a una de las victimas de aquel incendio en la iglesia. ¿Para qué servirían esas monedas? Tal vez para alguna obra de alfabetización. “Sí, los judíos hacen de todo, entréguelas usted mismo” –le responde la hija de una sobreviviente al atribulado abogado. Y el dinero sale de la cajita de té para reiniciar su marcha utilitaria en la sociedad que todavía no ha aprendido a leer.

En la recién terminada Cumbre del G-20 en Londres alguien pensó en la posibilidad de cambiar el privilegio del dólar, crear otra moneda, pero ni para eso está preparado el mundo. Ni se tocó el asunto. Se fortalecerá al Fondo Monetario Internacional, el mayor promotor de la crisis actual. Más papeles como riquezas virtuales. El valor que significó la adopción del dinero como sustituto del intercambio de productos no será alterado ni en la imaginación de los participantes del cónclave. Y por supuesto, tampoco el sistema que lo creó. Sólo se admite cierto maquillaje. Indudablemente se le están abriendo heridas que de acuerdo a la reacción de las personas podrán tener alguna continuidad provechosa. Pero es necesario que se den los pasos pertinentes con conciencia de cuáles son los más importantes. El reforzamiento del control comunitario es indispensable, aunque no esté previsto por los gobernantes, hay que exigirlo, es una urgencia pública. Mientras prevalezca el miedo a ver el protagonismo y la responsabilidad en toda la sociedad, a imponer el espíritu de “la moral”, la aparente insustituible “ley” mantendrá al sistema y con éste la imposibilidad de que muchos sientan que deben abrir las puertas de todas las iglesias y de todos los lugares donde día tras día todos nos estamos quemando.

¿Qué quiere enseñarle Michael a su hija en el cementerio? ¿Ella podrá aprender? La película deja esto al espectador. Y nosotros, ¿sabremos aprender y enseñar una actitud de búsqueda de valores a partir de una mujer que intentó descifrar por qué era culpable o inocente? ¿Sabremos entender lo que nosotros mismos no sabemos, o dudamos, o estamos confusos, o no nos atrevemos a dar el paso? Éste es el dilema de la sociedad actual, del sistema actual, de “la ley” actual. No sabemos qué hacer. También éste es el dilema que nos ha llevado a la crisis en que nos encontramos. No sabemos cómo dirigir al monstruo de sistema que hemos creado y cada vez aumenta más su estaca devoradora sobre nosotros. Nos ha convertido en vampiros de feria, de parques temáticos donde la vida pasa en el mayor entretenimiento mercantilizado. Cada vez estamos menos aptos para vibrar con aquel concierto donde nuestra protagonista sintió una fuerza salvadora.

Cuando analicemos el punto en que se hizo necesario sustituir el intercambio de productos por el dinero, ese oscuro deseo que siempre sacamos hasta de las mayores profundidades del océano, comprenderemos mejor el resto de valores que empezaron a caminar a nuestro lado y que tantos y tantos autores nos los han ido descifrando. Y si en aquel lejano punto pudimos emprender un rumbo, también ahora lo podremos hacer hacia otro. De aquel momento tan antiguo perviven todos sus valores en la actualidad. ¡Cuán viejo es el capitalismo! Las sociedades esclavista y feudal sólo fueron etapas del tránsito capitalista que inició el interés por el establecimiento de “la ley”. Prácticamente no nos hemos movido de sitio desde hace milenios. Cuando podamos tener aquel desafortunado punto en nuestras mentes, cuando pase por el estudio necesario en intercambio comunitario, en voz alta, como fervientes lectores, volveremos a caminar. Otro largo y difícil viaje, pero las Musas de Homero las tendremos de nuestra parte sólo por leer este libro y saber que Ulises no fue el único viajero. Es muy posible que los apenas mencionados en aquella epopeya sean los más parecidos a nosotros y por los que más podamos medir las tribulaciones del héroe.

¿Cuántos otros libros nos decidiremos a leer, a estudiarlos, a aprender de ellos? ¿Será posible con el Plan Bolonia que pone en el mercado la importancia de los conocimientos y de la investigación? Esquilo no dejará los gritos de su Prometeo. Shakespeare seguirá rondando con sus fantasmas y la sangre en las manos de Lady Macbeth. Cervantes no abandonará sus molinos de viento. Moliere continuará mostrándonos a su burgués gentilhombre y a sus Tartufos. Balzac, Dios mío, Balzac permanecerá inalterable en su gran Comedia Humana. Y Carlos Marx, el avanzado del Tréveris, seguirá ofreciéndonos sus remos para la actual navegación. ¿Seremos capaces de remar por esos mares tan desconocidos? Todos, absolutamente todos, llevamos en el alma la compasión y la ternura del gigante bengalí Rabindranath Tagore. Sólo tenemos que tomar la decisión. Pero mientras esos grandes caminos, y muchos otros que están en el aire, no vuelvan a nuestros sueños como el pan caliente del desayuno, nosotros no tendremos energías para cambiar el rumbo diario cuando nos vemos frente a frente.

El analfabetismo vital corroe todos nuestros pasos. No leemos. Estamos inundados de sustituciones. Los grandes escritores y pensadores que posee nuestra civilización están cada vez más encerrados en estanterías ornamentales. La probable quema, como en los tiempos de la Inquisición y del Führer, puede efectuarse en cualquier recinto olvidado. Asustan. Tal parece que si leemos, por los medios que sean, sólo encontraremos la conciencia del infierno que nos rodea. Con un pensamiento así es muy natural que atravesemos el umbral donde Dante nos incitó a “abandonar toda esperanza”. Pero el susto viene dado por “la ley” que sostenemos. Si lo cambiamos por la profunda riqueza que los grandes libros contienen, será el miedo al que encerraremos definitivamente. ¿Cómo romper el hechizo que nos impide abrir las puertas de nuestra libertad?

Ni “El lector”, esta sorprendente película que parece recuperar la aventura del viaje colectivo, ni ninguna de las críticas que se le hagan podrán responder cómo nos llenamos de moral para convivir. Con la mayor inocencia de la historia nosotros mismos nos encerramos en aquella pequeña iglesia que Hanna no se atrevió a abrir. ¿Cómo vamos a juzgarla? Bueno, es legal. Siempre otros podrán hacerlo. Y así, infinitamente, los humildes mortales de una “ley” que no sabemos por qué la hemos acogido, la sufriremos con el mismo dolor de la condena o la absolución. Y pretender creer que se tiene una gran verdad, como a algunos pueden parecerles estas palabras, sería tan absurdo que es mejor terminar. Baste decir: Leamos, leamos todos esos libros maravillosos que nos han legado imágenes suficientes para cambiar al mundo, al sistema y a los valores en que estamos ardiendo. Acabemos de una vez y para siempre de provocar la resurrección de nuestros venerables muertos.

Viaje a Marruecos con los ojos de Babel

La vida es para que nos pasen cosas. Si no nos pasa nada, la vida pierde su sentido. Cuando nos acomodamos al llamado bienestar de la sociedad contemporánea empezamos a destruirnos el ímpetu por hacer cosas en la vida. Entonces, ya sólo queda el azar de lo que pueda ocurrirnos y de lo que los demás quieran que seamos. Al adquirir el encanto de conducir nuestro tiempo es cuando únicamente nuestro ser alcanza la plenitud de la vida. Nuestro paseo por la Tierra es limitado. La conciencia de nuestra débil existencia nos hará fuertes y nos llevará al impulso y al reto para existir con la autenticidad que nos hayamos descubierto. Nada ni nadie debe impedirnos el disfrute enorme de asumir lo que somos. Si en la infancia se van sembrando inconscientemente en nosotros, por herencias genéticas, entornos determinados e influencias de los mayores, unas características que intentan definirnos, en la adolescencia y en la juventud todo ello inicia su viaje de concientización. Resulta que ya vamos viendo aproximadamente quiénes somos y qué queremos hacer. De las fuerzas adquiridas o por adquirir dependerá la realización de nuestro ser único e irrepetible. Será magnífico o enclenque, será la existencia humana que hayamos decidido. El destino, la suerte o las coyunturas que nos toquen serán nuestro abanico de posibilidades. Ahí buscaremos el completamiento, porque siempre existiremos con el otro. Puede ser casi imposible vivir sólo con uno mismo. Necesitamos de los demás. Es la gracia de hacer la vida. Compartir.

Cuando los jóvenes deciden realizar un viaje a una parte del mundo aparentemente muy diferente al que viven ya han escogido realizar una maravilla. Van en busca de la Historia, que casi es como volver a la infancia, al subconsciente ya sembrado y que ahora se ve abocado a una nueva siembra. Sólo que ahora las semillas nuevas constituyen una aportación propia. Es natural que estas cimientes resulten extrañas y sean vistas desde el campo anterior. Habrá que realizar un esfuerzo de imaginación. Es fácil, aunque también puede ser muy difícil. Depende de la disposición a aceptar que en nuestro hermoso planeta existen muchísimos campos con muchísimas personas que han vivido procesos existenciales iguales a los nuestros, aunque evidentemente sean diferentes. La curiosidad será un fuerte motivo de atracción, pero no el factor que nos determine la aceptación. Esta estará más bien en el renovado interés que nos anima, al adentrarnos en lo desconocido, a ir avanzando en la conciencia de lo conocido. Cualquiera de los viajeros podrá preguntarse qué hubiera sido de él de haber nacido allí. Es el primer eslabón para entender y aceptar la existencia del que está en ese otro lugar al que se ha arribado. El reconocimiento del otro es obligatorio, algo que incluye una gran cantidad de matices y que a lo largo del desarrollo de la civilización humana apenas se ha respetado, por no decir nunca, debido a las continuas guerras entre los diversos pueblos. Y a esto es a lo que se enfrenta nuestra sociedad: una inmensa Babel de incomunicación, de falta de reconocimiento. Aunque es necesario apuntar que el Mundo que representamos sí es considerado comunicado y reconocido, a pesar de sus evidentes desproporciones e incomunicaciones. Es la autotitulada civilización. El problema, según muchos, está en los demás. Y así un montón de cosas.

El propio término BABEL aparece recogido en el Génesis bíblico como confusión de lenguas y dispersión de los seres humanos por el mundo. Un error de traducción. En vez de entenderlo en la acepción de los acadios como Puerta de Dios, el gran libro de la tradición judeo-cristiana, partiendo de una raíz hebrea, lo señala como una torre que construían los babilonios para llegar al cielo y que por esto fueron castigados con la confusión y la dispersión. Rescatar el verdadero significado de las palabras es una de las más urgentes labores para el entendimiento entre las distintas naciones y las diferentes personas que habitan el globo terráqueo.

Marruecos es uno de los países llamados pobres, del Tercer Mundo, etc. etc. Posee una historia, una cultura y unas riquezas naturales dignas de cualquier pueblo, pero es una de esas tierras de nuestro planeta que actualmente figuran como campos conquistados y colonizados por el Occidente europeo y que aún no han podido librarse de muchas dependencias. No podemos tener la soberbia de pretender arreglar todos esos asuntos de un tirón. Nada se arregla en un instante. Tampoco debemos creer que no se puede hacer nada. Siempre se puede hacer algo. Hasta lo más sencillo es válido. Este mismo viaje es un hecho destacable, porque cuando buscamos, ya estamos actuando. En una reciente entrevista el filósofo francés nacido en Rabat en 1937, Alain Badiou, declaraba: “Los occidentales satisfechos tienen cada vez más innombrables enemigos, porque son los adversarios de la Humanidad Genérica, ya que construyen murallas para distanciarse de los demás. Ellos estiman que les corresponde a ellos definir qué es el ser humano y qué es la civilización. Es una calamidad, porque nadie puede autotitularse como el gran poseedor de la verdad, ya que hay un solo mundo donde estamos todos. Su posición es un principio absurdo para sostener el funcionamiento de las metrópolis occidentales.”

Por experiencias anteriores, plenas de vitalidad, todos sabemos que este viaje al país de Tamazgha, la tierra de los amazig o bereberes que poblaron antiguamente el actual Al-Magrib, que es el nombre árabe de Marruecos, no va en el sentido planteado por Badiou, al contrario, pues no se va a una exploración turística, sino a una interrelación con la realidad de ese pueblo. De hecho ya lo estamos reconociendo en su diversidad al entablar este contacto, entonces lo que más nos interesará será cómo viven, cómo conciben la vida, cuáles son sus trabajos, cómo son sus escuelas, qué definición poseen para el ser humano y para la civilización y qué vínculos de cooperación y amistad podemos establecer con ellos.

Marruecos aparece generalmente como nuestra frontera más cercana, pues unos cuantos miles de personas forman esta comunidad en Catalunya. Buena parte de ellas son nuestros compañeros de escuela, amigos o conocidos en el pueblo. Por tanto, el paso fronterizo es un engaño. Uno de los valores preponderantes en este pueblo está en el ser musulmanes, una religión que surgida del tronco de Abraham se asemeja en mucho al cristianismo y al judaísmo. Pero no acabamos de verla de igual forma y tendemos a verla como una pesada fuerza monolítica, cuando posee las mismas características que las otras, con sus tradiciones, costumbres e intransigencias. Igual que para el cristianismo existe una Teología de la Liberación que choca con el Vaticano, en el Islam podemos encontrar numerosas huellas que van contra sus poderes eclesiásticos. Una buena muestra de ello son los Congresos Internacionales Femeninos celebrados en Barcelona. Y así otros muchos movimientos, porque mientras sigamos viendo a esta creencia como un fantasma que no tiene nada que aportarnos, no podremos encontrarnos con sus fieles. Ello constituye uno de los problemas principales para el reconocimiento fraternal que nos plantea la convivencia. Estudiar esta religión puede llevarnos a la posición adecuada para comprender e interrelacionar las riquezas que hagamos surgir del encuentro mutuo.

En todos los períodos históricos las Artes han pasado por etapas en que se han considerado manifestaciones independientes de la realidad o con unos vínculos indisolubles con ella. Actualmente, en buena medida, atravesamos una de estas últimas. ¡Gracias a Dios! Hasta la misma esencia de lo divino ha puesto los pies en la tierra. Ya no hay dioses, ni sociales ni artísticos, que no se vean involucrados en el realismo más descarnado. El ser humano, cada vez más próximo al conocimiento y entendimiento de su inmensa vitalidad, asume su destino como una propuesta del sitio que le ha tocado vivir, el azar que se empeña en rodearlo y todo aquello que consciente o inconscientemente realiza cada día. Es una casualidad el lugar de nuestro nacimiento. Igual puede suceder en plenas montañas de Marruecos, en el desierto mexicano, en la algarabía de la gran ciudad de Tokio o entre los mimos de una emigrante en el corazón del imperio norteamericano.

Sucedido el nacer, toca cierta parte de la suerte, la injusta suerte, la mal llamada suerte de la modernidad: ¿por qué nací aquí y no allá? De nacer en uno u otro lugar varía todo el sentido de la vida. Pero ya es evidente que esto no tiene nada que ver con el azar, sino más bien con las desigualdades que existen en nuestro planeta, y eso se puede arreglar. Lo demuestran día tras día todos aquellos que luchan en las peores condiciones por cambiar este mundo. Algo se está haciendo. No todo, desde luego, porque todavía es posible que la muerte nos espere durante un viaje turístico porque en tal lugar no hay un hospital para sus habitantes, y si no lo hay para ellos, tampoco lo habrá para los visitantes. Algo de esta certeza empieza a moverse por el mundo. Entonces, luchar por mejorar las condiciones de vida en todos los lugares, y no sólo las urgentes de sanidad, sino todas las que tienen que ver con la existencia en cualquier sitio, se ha convertido en una defensa para cualquiera que desee, mínimamente, andar por todos los caminos de nuestra tierra. Podría parecer otro cinismo de nuestras opulentas sociedades, pero por elemental sentido práctico cada vez el esfuerzo es más general. Ello redundará en la colaboración con aquellos que se esfuerzan por su sentido de la justicia, como si más tarde o más temprano todos los seres humanos se implicarán en las luchas por la eliminación de las más crudas realidades. Mejorará la salud pública en todas partes, mejorará la vida, porque en todas partes debe valer la pena existir. El azar en la realidad no vendrá por la suerte de dónde se ha nacido. El azar será otra cosa, siempre presente, pero no por injusticias olvidadas.

Una gran mezcla de todo esto es BABEL, una película del director Alejandro González realizada en el año 2006 junto al guionista Guillermo Arriaga. Antes habían hecho otras dos emblemáticas obras de arte: Amores Perros y 21 Gramos. Las tres conocidas como la trilogía del dolor. Para finalizarla ambos artistas se plantearon expresar todo lo que desune a los seres humanos, pero esto cambió radicalmente durante el rodaje. El descubrimiento de que a través del dolor y del amor podía expresarse la más legítima unidad humana planteó nuevas incógnitas a los realizadores del film. Se llora y se quiere de la misma manera en cualquier parte del mundo. Todos tenemos idénticos sentimientos. Para éstos no hay suerte que valga ni mejoramiento material. Entraríamos a un pensamiento con cierta profundidad filosófica: más allá de todo está la esencia del ser humano, esa soledad del dolor que sólo mediante el amor es posible aplacar. Es cierto en lo más íntimo de cada individuo, porque cuando se tocan sus relaciones con el otro ya no caben las reflexiones apartadas de sus realidades.

Gracias a la maestría de estos dos cineastas, junto a todo el equipo de producción, podemos entender las diferencias entre el dolor de los niños marroquíes y los norteamericanos, sin que entendiendo las diferencias se limite la igualdad del dolor en todos ellos. Pasa igual con los padres, con la niñera, con la joven japonesa. No importa dónde se esté. El dolor es el mismo. Pero cierto azar está detrás de las historias que se cuentan en esta película. El azar por razón de desigualdad, de diferencia del lugar dónde se está y por contraste en la tenencia del poder en los diversos personajes. No hay otra justificación para el dolor del padre marroquí y de la niñera mexicana. Ambos pertenecen al mundo de los excluidos. No sucede lo mismo con los padres norteamericanos y la tortuosa relación entre la joven japonesa y su padre. Son dos polos. En uno se encuentran los problemas de los que dominan sus circunstancias y en el otro los que son dominados por ellas y por los personajes que están en el polo opuesto. Para los discriminados por el poder no caben las explicaciones. Todo les grita que es mejor que se callen y obedezcan. Sencillamente sólo les queda un abrazo de lágrimas y rehacer sus realidades de acuerdo a unas posibilidades bien limitadas. Los otros también se quedan en lo mismo, pero tienen todas las posibilidades para resolver unos conflictos que, más que con sus realidades, habrán de encaminarlos de manera muy diferente, psicológica, afectiva, existencial. Esto marca unas diferencias que siempre debemos tener presentes. Y no sólo para conocerlas e imaginar cualquier solución al estilo del cinismo que caracteriza a las sociedades desarrolladas. Tardará mucho por esa vía que se arreglen un poco las cosas. Es preciso tener en cuenta estas diferencias no por la conveniencia de sus repercusiones, sino por la alegría que surge cuando se participa en la creación de un mundo mejor. Podrían parecer acciones idealistas e imposibles, sí, podrían parecerlo, pero lo que sí es completamente real es que nunca se es tan feliz como cuando se sabe que todos los demás también pueden ser tan felices como uno mismo. Esta es la verdadera BABEL de que tendríamos que ocuparnos, aunque ello sobrepase los objetivos que vemos en pantalla.

La gran mezcla de situaciones, culturas, idiosincrasias y caracteres que aparecen en la cinta intentan ofrecernos el panorama global que encierra el mundo de hoy. Cualquier azar, por muy apartado que suceda, puede repercutir en todos los continentes. Todas las historias están conectadas, aunque el drama de la chica de Tokio, el argumento menos relacionado, podría sintetizar el gran símbolo del film: la enorme particularidad del dolor y la íntima necesidad del amor. Su parentesco con la niña marroquí, que evidentemente lo tiene, no alcanza la conexión que si se producen entre los otros personajes. Pero ya resultaba casi imposible en tan poco tiempo de metraje lograr mayores enlaces humanos. Además de que estas comparaciones de símbolos resultarían demasiado radicales para una producción cinematográfica que no puede traspasar los límites de su denuncia social. También habría que apuntar que lo realizado ya es suficiente para comprender la amplitud de una buena parte de interrogantes que nos plantea la película. Aunque estemos en una etapa más abierta del Arte hacia la realidad, tampoco podemos decir que la arribada es total.

Es la fragmentación. Con ésta juegan todos los objetivos del film. Una obra llena de ternura y violencia que, invitándonos al regocijo de la reflexión social, debe armar el puzzle de la vida global sin tocar sus más profundas raíces. ¿Cómo caracterizaríamos a las cuatro familias implicadas en la historia? ¿Qué importancia tienen para norteamericanos y japoneses los mexicanos y los marroquíes? Y también entre ellos mismos. ¿Qué vínculos observamos entre los padres marroquí, norteamericano y japonés con la niñera mexicana? ¿Qué escribió la joven japonesa al inspector de policía? ¿Qué significa el romper el rifle contra las rocas por el niño marroquí? ¿Por qué el guía de Marruecos rechaza el dinero que le ofrece el turista norteamericano? La película es un rompecabezas que debe ser ampliado en la credibilidad de nuestro tiempo. ¿Qué sucede cuando no oímos a los personajes y sólo se nos ofrece una espléndida música acompañando a las escenas? ¿Qué propósito puede tener el que sea sordomuda la joven japonesa? ¿Qué nos da el sexo? ¿Qué soluciones podemos encontrar para las distintas zonas de dolor? ¿Estamos acercándonos al amor? Así infinitamente se sucederían las incógnitas. ¿Hemos visto, o hemos experimentado, o hemos oído, alguna historia parecida a las que se cuentan en la película? ¿Qué hacemos por erradicar las desigualdades en el mundo? ¿Qué preferimos, la suerte o la realidad? ¿Nos parece bien nacer en cualquier parte? La vida, la de todos los seres humanos, debería ser una fiesta constante. ¿Qué sabor nos deja el final tan iluminado en la ciudad de Tokio? Los inspectores de policía, los investigadores de este espejo roto de la realidad, somos, con acertada guía de los realizadores cinematográficos, nosotros mismos: los espectadores. Cuidado no perder ninguna pista. Todo es esencial, hasta la edición con que termina una historia y comienza la otra. Estamos ante un tesoro por descubrir. O nos salvamos todos o ninguno.

Seguramente este viaje a Marruecos con los ojos de BABEL nos desvelará diversas inquietudes. Pensemos que en algo estaremos contribuyendo a que la Babel del género humano vaya disminuyendo sus peldaños de angustia. Nadie puede tener un mejor objetivo que intentar, aún en lo más mínimo, acercarse a los excluidos de siempre. Resulta la única forma para que la castigada escalera no continúe dañándonos y podamos imaginar que algún día el amor aparecerá para todos.

Padres e Hijos: El Gran Viaje

No trataremos sobre la gran novela del fundador del realismo ruso en el siglo XIX, Padres e Hijos, de Iván Turguéniev. En ella podríamos ver cómo la incertidumbre y precariedad del ser humano produce el desmantelamiento de los valores y conceptos tradicionales. El más europeísta de los narradores rusos, en oposición a la tendencia eslavista de Tolstoi y Dostoievski, califica a su protagonista, el hijo, como un nihilista, que no cree en nada, el rebelde ingenuo, inocente, descabellado, aquel que en su rechazo desenfrenado es capaz de hundir los valores del padre. Con esta primera mirada a la rebelión juvenil que bien valdría la pena ser leída, tanto por los padres como por los hijos, por esa impronta de ataque a la injusta sociedad y a las normas paranoicas que contiene, nos acercamos a EL Gran Viaje, el film franco-marroquí de Ismael Ferroukhi del 2004.

Marruecos constituye, seguramente, nuestra frontera más cercana. Unos cuantos miles de personas forman esta comunidad en España. La mayor parte de ellos son nuestros compañeros, amigos o conocidos en el pueblo. Por tanto, tal división territorial es un engaño. Son de aquí. Uno de sus valores preponderantes está en el ser musulmanes, una religión que surgida del tronco de Abraham se asemeja en mucho al cristianismo y al judaísmo. Pero no acabamos de verla de igual forma. Ello constituye uno de los problemas principales para el encuentro fraternal que nos plantea la convivencia. Estudiar esta religión, sus distintas manifestaciones, tradiciones y costumbres puede llevarnos a la posición adecuada para comprender e interrelacionar las riquezas que hagamos surgir del encuentro mutuo. Es lo que sucede, en gran medida, en la película que tratamos: el viaje de un padre y su hijo a La Meca, un valor muy grande para el Islamismo que profesa el padre y un total desconocimiento dentro de los valores del hijo. Ambos tendrán que reconocerse dentro de un coche con el que recorrerán miles de kilómetros por los más diversos caminos y culturas europeas hasta llegar a la Piedra Sagrada en Arabia.

Ahora bien, las numerosas peripecias de este viaje, más allá del esfuerzo, el turismo y la fe religiosa, y más allá también del personaje de la misteriosa mujer que los acompañará durante un trecho y del no menos enigmático Mustafá que igualmente aparece, lo que más habría que destacar serían esos momentos de reflexión que el hijo realiza desde el mismo instante en que el padre le plantea efectuar el viaje. Todos hemos oído, y nos parece bien, que padres e hijos deben comprenderse, ayudarse y quererse. Y también hemos oído, e igualmente nos parece muy bien, que es el hijo, por el natural respeto que privilegia al padre, quién más debe observar esta relación. No sólo por la cuestión de la autoridad y la mayor experiencia que caracterizan al padre, sino, sobre todo, por ese cuidado especial que debe reciprocar el hijo a quién se lo dio y continúa dándoselo. Es uno de los mayores valores humanos.

En medio de las adversidades, las solitarias carreteras, el desierto y todo el panorama natural y social que aparecen en la película, el recorrido de padre e hijo se convierte en el viaje interior de cada uno de ellos hacia sí mismos y hacia el otro. El padre, (que igualmente podría ser la madre. Y sería otro tema bien interesante el abordar la diferencia de género que tenemos vigente en este asunto) los padres, las madres, casi como un asunto eminentemente biológico, nos trajeron a este mundo: el primer agradecimiento; nos cuidaron, nos protegieron, nos criaron, nos educaron, haciendo muchas veces miles de sacrificios en sus vidas: el segundo agradecimiento; ¿acertaron o se equivocaron en la formación que nos dieron? Suele aceptarse que lo hicieron lo mejor que pudieron, y es honroso aceptarlo, son nuestros padres, como quiera que lo hayan hecho: el tercer agradecimiento. A veces estos agradecimientos son muy contradictorios, es normal, lo comprobaremos cuando llegue el momento de, en vez de darlos, nos toque recibirlos. Es que todo ser humano es, al mismo tiempo, el engendrado y el que engendra, el que protege y el que es protegido, el que educa y el que es educado. Pero necesariamente son diferentes. Comprender la diferencia es el principal objetivo de este viaje. A través de esta comprensión cada cuál encontrará su identidad.

Entonces, el film, con la poesía, el buen humor y los contrastes de caracteres entre uno y otro personaje, trata sobre la identidad más legítima con que se alza el respeto de una persona hacia otra. Podría ser un viaje entre hermanos, o entre amigos. Siempre se trataría de una confrontación entre lo que es un individuo y lo que es otro. Pero ese ser uno mismo lo hace cada cuál, aunque el otro, o los otros, contribuyan a identificarnos. La identidad personal sólo nos atañe a nosotros mismos en la más profunda soledad. Nada ni nadie nos la otorga. Nos la hacemos con múltiples esfuerzos, vivencias y reflexiones en la lucha interna que continuamente vamos haciendo. Tal parece que no hay fin en este quehacer. Sólo hay etapas. La conciencia de en cuál de ellas estamos nos lo va diciendo el propio camino que diariamente recorremos.

A esa conciencia nos invita esta película: a empezar a vernos por dentro a través de nuestras relaciones con los demás, porque también se trata, maravillosamente, de que no podemos ser si no somos con los demás. Cuando podemos ser con los otros lo que realmente hemos descubierto que somos nos viene una paz inmensa. Es fruto de esa gran necesidad que tiene todo ser humano de ser consigo mismo y con los demás. Porque existimos en la medida en que nos interrelacionamos y compartimos. Cuando no podemos congeniar esa dualidad entre el individuo y el colectivo la vida se nos puede convertir en un infierno. Entonces, buscarla, adaptarla, propiciarla, ayudarla, celebrarla, constituyen los principales valores para cualquier convivencia. El inviolable viaje de un grupo, una comunidad, un pueblo y una nación.

Podemos disfrutar enormemente esta película. Está muy bien hecha en todos los órdenes del arte cinematográfico. También podemos permitir que nos ayude a ser mejores seres humanos. Fíjense, al principio, en la escena en que el hijo se debate, solo en su cuarto, entre hacer lo que él quiere y lo que quiere el padre. ¿Por qué apenas conversan durante el viaje? ¿En qué momentos cada cuál impone sus deseos? ¿Qué actitudes toman estos personajes protagónicos ante los otros? ¿Cómo se va gestando la identificación entre padre e hijo? ¿Cuándo empiezan a ceder las individualidades? ¿Cómo logran un reconocimiento mutuo? ¿Qué significa la libertad? ¿Es posible rectificar y volver a comenzar? ¿Dónde terminó el viaje del padre y el hijo?

Otras interrogantes deben aparecer, porque precisamente estamos hablando de lo que cada individuo quiere ser y hacer en esa vida única que cada cuál tiene. Buen viaje.

Perfecto Caramelo desde el Líbano

Caramel (Sukkar Banat, en árabe), ópera prima de la realizadora libanesa Nadine Labaki, coproducción con Francia del año 2007.

Una película extraña en el mundo árabe y bastante aplaudida en Occidente. La influencia francesa en Líbano salta a la vista. Pero mucho más notamos la falta del entorno que nos dan las noticias que recibimos desde hace muchos años sobre el desangramiento de esta pequeña nación. La cinta ha sido muy bien recibida en el país de los cedros, donde las constantes guerras han estropeado la tradicional convivencia entre diferentes culturas, religiones y comunidades. Todavía no han sido juzgados los criminales que orquestaron en Beirut las matanzas en los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, el 18 de septiembre de 1982, durante la ocupación del país por las tropas israelitas de Ariel Sharon. Tampoco las más de 3 mil víctimas han podido ser enterradas como se debe. Un valioso testimonio de aquella masacre lo podemos ver actualmente en nuestros cines, el film Vals con Bachir, del ex soldado israelí Ari Folman.

Casi toda la cinematografía libanesa trata el conflicto bélico de las últimas décadas. Caramel es una prodigiosa excepción que, aunque algunos creen ver en ello una evasión de la realidad, puede confirmarse que, aún no tocando para nada ningún aspecto de las constantes guerras, quizás sea la película donde más se ha hablado de ellas después de verse. ¿Es posible que las historias de cinco mujeres correspondientes a distintas comunidades que confluyen en un salón de belleza constituyan una representación de la situación del país? La guionista, directora y actriz principal de la cinta nos lo confirma: “Quería hablarle al futuro. El rodaje terminó justo 9 días antes del comienzo de la nueva guerra entre Israel y Líbano en julio de 2006. Al principio me sentí culpable de hablar sobre el matrimonio, el amor, la sexualidad, temas que podrían herir sensibilidades en medio de la dolorosa situación y pensé abandonarlo todo, pero finalmente creí que debía seguir adelante, porque mi película es un mensaje de vida y como tal también es parte de la realidad.”

Caramel es la cotidianidad, en cualquier parte del mundo y en cualquier circunstancia. Los dilemas sociales planteados a través de unas mujeres que se ayudan mutuamente pueden constituir todo el interés de la vida. La vida estará siempre por encima de cualquier contingencia circunstancial. Entonces, más allá de lo extraño, sí, extraño, aunque siempre ha sido muy natural, de los conflictos bélicos, los asuntos que más nos importan a los seres humanos son aquellos que engloban la cotidianidad de la vida. Layal ama a un hombre casado, Rima siente un temblor ante los cabellos de una clienta, Yamale se resiste a envejecer, Nisrin tiene que resolver su virginidad antes de ir al matrimonio, y Rose pensará una y otra vez, o no, _este es el dilema de todas: si piensan o no, si actúan o no, si…_, si debe sacrificar su amor. Las cinco mujeres se debatirán durante todo el film si son como quieren ser o si el silencio debe imponerse y dejar que las cosas cojan su rumbo sin destacarlas. Podría inferirse que son las armas de la guerra las que deberían callarse, pero otra vez las seguiremos oyendo, aunque no las oigamos en toda la película, y continuemos sintiendo que las mujeres, aunque hablen mucho_ como siempre se dice_ se mantendrán calladas y sostendrán las normas establecidas.

Labaki ha creado un mundo colorista y sensual, una hermosa sinfonía de elegancia, suavidad y buen gusto. Nunca provoca, no quiere alterar a nadie. Es una mujer. ¿Acaso no es el único ser humano con capacidad para cargar con otro dentro de sí mismo? Sería impensable que el hombre pueda concebir esta naturaleza. Sólo la mujer está dotada para entender en toda su profundidad el sentido plural de la existencia y su cuidado. Puede llevar con ella a un nuevo ser completamente diferente, pero siempre lo protegerá como a sí misma. Es que es ella misma. Por naturaleza no puede asumir con entera normalidad esa tarea de matar a otro que significa la guerra. Puede resultar extraña esta afirmación, lo es, pero no deja de ser sorprendente que, por muchos otros argumentos que tengamos_y los tenemos_, lo dicho es de una exactitud y una justicia absolutas.

Caramel parece ser el discurso más inofensivo que las luchas feministas puedan haberse planteado. Pero tal y como sucede en muchas obras de arte, en lo que no se dice está todo lo que es. Entonces de ella pueden inferirse los más diversos asuntos. Todo nos inquieta. Buscamos cuántas comunidades cohabitan en Líbano, las relaciones entre musulmanes sunitas y cristianos maronitas, la marginada minoría chiíta, las diversas alianzas, los refugiados palestinos con las tantas restricciones que pesan sobre ellos, el comienzo en La Haya del tribunal que investigará el asesinato del ex premier Rafik Hariri, las relaciones con Siria, el movimiento Hezbollah y la presencia omnisciente de la amenaza del Estado Hebreo. Son muchas las interrogantes, pero nos asalta esa preocupación latente en todos los pueblos: ¿Podemos pensar que algunos políticos y sus expertos en agudizar conflictos logran realizar las guerras cuando nos arrebatan algún aspecto de la vida cotidiana, lo exacerban, y crean un problema donde sólo había un encuentro de diversidades o un gesto de solidaridad ante el más necesitado?

Hay que decir, por si no se entendiera lo suficiente en esta sutileza de mensaje cinematográfico que es Caramel, que la realidad más esencial de la vida, la que más nos importa, en Líbano o en cualquier otra latitud, es lo que reflejan las 5 historias que contiene esta película. Es cierto que en vez de 5 podrían ser 10, o más, todas las que se quieran, y hasta incluyendo alguna sobre tanta sangre derramada en ese país legendario. Pero 20 o 10 significarán siempre lo mismo cuando pretendan ser mensajes a la vida. Somos seres humanos antes que conflictos para exterminarnos los unos a los otros. Lo que más nos preocupa es ayudarnos a convivir en toda la pluralidad que vamos encontrando en nuestras historias. Las 5 que nos cuenta la película pueden estar perfectamente alrededor de cualquiera de nosotros, mujeres y hombres, porque somos lo mismo para arreglarnos.

Si no hablamos y callamos sobre la veracidad de estas historias nos estaremos engañando, en Beirut o en Barcelona. Alguna de ellas nos toca directamente. Si pretendemos celebrar con hondura el Día Internacional de la Mujer no debemos desaprovechar la oportunidad para romper el silencio y lanzar, como cualquier persona que crea en las fuerzas y en las razones de la mujer, el mensaje universal que porta la maternidad: la igualdad de la vida que nace y que en completa libertad debe desarrollarse.

Y no hemos hablado de las interpretaciones que tanto disfrutamos en esta película. Todas son excelentes, sobre todo las femeninas que, aún cuando la mayoría no son actrices profesionales, están incuestionables. También en esta película resulta muy difícil no hablar de la música de Khaled Mouzannar, porque su banda sonora contribuye de manera decisiva a la comprensión de la sencillez de las relaciones humanas, acentuando su poesía y su deleite. La escena en que Layal habla por teléfono con su amante y el policía la observa y habla sin ser visto por ella es un momento antológico de las escenas amorosas del arte cinematográfico.

La canción y la escena con que termina esta magnífica película son sobrecogedoras. La clienta se ha cortado el pelo, ¿qué sucederá en su casa? No lo sabremos. Todo el film rehúye la posible tragedia. Es un llamado a la esperanza. Dice la canción: "espejo mío, dime quién soy." La chica ríe feliz con su pelo recién cortado y su imagen se congela. ¡Cuántas cosas hay que cortar para la emancipación completa de la mujer! Esperemos que los cortes posteriores no sean fundamentalistas con el hombre. Hay que cambiar toda la sociedad, hay que cambiar el mundo. Sobre los créditos finales vemos a Rose y Lilí recogiendo papeles en la calle. Igual podría ser que unos personajes darán un gran salto y otros no tendrán esta posibilidad, como puede suceder en cualquier mundo que se precie de no ser absoluto.

Caeríamos en una simplicidad si creyéramos que la película sólo nos habla de la mujer árabe, libanesa. Es increíble el enorme trecho que todavía debe recorrer la mujer para alcanzar todo el esplendor de su identidad, aún en Occidente. El caramelo de la depilación oriental es una pasta dulce y amarga que todavía seguiremos probando. El film no quiere ir más allá. ¿Para qué más guerras? Pero en su final, comienza. Ninguna sociedad puede pretender trasladarle su estadio a otra. Cada sociedad está en el suyo y éste debe ser respetado. Sólo mensajes deben enviarse, y siempre de paz. Es la mejor contribución.

Durante todo el metraje la procesión, no la social o folklórica que entra en el salón de belleza, la procesión íntima, ulcerante, que recorre las distintas historias, está escondida en las entrañas de cada personaje, y no sólo en los femeninos, sino también en los masculinos. Tanto el policía enamorado de Layal como el novio de Nisrin son pasto del mismo sufrimiento: ambos también deben esconder sus rebeldías, sus identidades, a pesar de la inmensa satisfacción con la que el policía sale transformado de la peluquería. Todo podría sintetizarse en Lilí: sus cartas de amor son los papeles tirados en el suelo, la más completa locura. Basada esta historia en una real, ¿qué falta por entender? Sólo que en la cinta no se nos dice que cuando joven Lilí fue impedida de acceder a estas cartas, y cuando se las dieron _porque se las guardaron, para mayor crueldad_, ya el enamorado francés había desaparecido.

Así pasa con múltiples aspectos de la mujer. Sencillamente es una identidad mutilada _puede aceptarse la locura_. O cantar, como hace Rima durante la boda de Nisrin, cantar una preciosísima canción de amor, ella, precisamente esta mujer que no por ser diferente deja de ser persona, ese ser humano maravilloso que posiblemente jamás pueda disfrutar del amor, pero qué bien le canta, aunque se disfrace. No importa, la misma novia ya dijo anteriormente "¿Quién no miente?"

Pues mientras no podamos cambiar este mundo que tiende a ahogarnos a todos, VIVIREMOS EN LA MENTIRA. Tal vez sea una forma para que nos demos cuenta de que todo debe ser cambiado, porque lo único hermoso que tiene que ver con la humanidad, lo que la distingue del resto de los animales, es que ríe. Y la película quiere que riamos. Riamos entonces mientras vamos cambiando el mundo, aunque sea mintiéndonos. La propia mentira puede ser una excelente terapia y hasta un camino de esperanza, el único camino que hay que recorrer. Al final encontraremos la verdad.