sábado, 13 de junio de 2009

IV- La Resistencia Cubana, un secreto aún por descifrar (Conferencia en la Universidad de Girona)

IV

“Madagascar”, una sola palabra para entrar en una pesadilla. ¿Cómo salir de ella en un mundo globalizado? ¿Globalizando la pesadilla? Es evidente que la única forma reside en globalizar la salida.

A principios de la última década del siglo XIX, durante el proceso de preparación de “la guerra necesaria” por la independencia cubana, uno de los luchadores de la heroica contienda anterior (1868-1878), Ramón Roa, escribió “A pie y descalzo”, un valioso testimonio sobre las calamidades vividas por las familias y combatientes que participaron de aquella épica. José Martí, el gran organizador de la nueva batalla, estimó que el libro era inoportuno, criticándolo severamente, pues podía desalentar la combatividad que él y otros independentistas estaban levantando. Martí concedía una gran importancia a la Historia que se escribe y gustaba de destacar que ésta nunca se separa de la coyuntura en que se vive. Algo bien difícil para un escritor. De hecho las críticas al libro fueron refutadas por el historiador Enrique Collazo y otros revolucionarios cubanos. Martí aclaró sus criterios y el suceso no tuvo mayor trascendencia. En algún momento escribió: “Me horrorizan las obras que entristecen y acobardan”. Tal vez el hilo sutil que va del fiel reflejo de la realidad a través del Arte y la certera visión del artista para proyectar su obra hacia la esperanza –porque no cabe otra alternativa entre los que luchan-, sea el más duro escollo que deben vencer los que quieran reflejar el tiempo vivido.

Hace unas semanas decía el escritor catalán Juan Marsé: “Creo que toda obra ajusta cuentas con la realidad, en lo que hay en ella de aparente, enmascarado y engañoso. Uno escribe porque no acaba de estar conforme con el mundo tal como se le ofrece, ni con la sociedad en la que vive, ni consigo mismo. La novela nace del desfase entre la apariencia y la realidad, según nos enseñó Cervantes con las andanzas de Don Quijote.” Podríamos deducir que cualquier hecho, hasta los más alejados de la expresión literaria, estarán marcados por esta impronta de ajuste y esperanza y sólo dependerá de la inteligencia o el talento de las personas el que la expresión de su autenticidad pueda aprehender los espacios invisibles de la realidad en todo lo que tiene ésta para encaminarse buenamente hacia el futuro. Es notable el ejemplo de Honorato de Balzac que, siendo incluso un gran admirador de la aristocracia, contribuyó con su obra gigantesca a que la sociedad se viera a sí misma y que ésta se dirigiera al futuro mediante el análisis más despiadado de la realidad de su tiempo.

Si “A pie y descalzo” se publicó en Cuba a fines del siglo XIX, con las correspondientes contradicciones generadas y su magistral solución, pasada una centuria se repite algo parecido con la película “Madagascar”, filmada en la isla por realizadores, técnicos e intérpretes entregados al movimiento revolucionario de 1959. El Arte, otra vez, le seguía los pasos a la realidad. No era algo nuevo en el actual proceso histórico. Diversos dirigentes políticos y culturales se enfrentaron, a veces con una arrogancia y un desprecio realmente intolerables, a numerosas obras artísticas y literarias que reflejaban las complejas transformaciones que ha vivido el país. El conflicto más conocido fue el que pasaron el libro de poesía “Fuera del juego”, de Heberto Padilla, y la pieza teatral “Los siete contra Tebas”, de Antón Arrufat, a fines de los años 60. Sin llegar al dramatismo anterior sucedió algo similar con el film “Alicia en el pueblo de Maravillas”, de Daniel Díaz Torres, a principios de los años 90.

Se trataba de algo casi natural en una realidad que se estaba inventando día tras día. Ahora todo es más complejo. Al iniciarse la última década del siglo pasado todo se ha tornado más grave para Cuba. Un periodo de 20 años bajo el más brutal estrangulamiento que ha caído sobre ella. Súbitamente un país, donde la mayor parte de su pueblo había recibido la máxima educación social y cultural, junto a un decoroso desenvolvimiento material, se veía privado casi totalmente de este último por el derrumbe del campo socialista europeo, con el que el gobierno poseía el más alto intercambio comercial y que le facilitaba escaparse, en gran medida, de las penurias producidas por el bloqueo norteamericano. En un instante la isla perdió su mayor aprovisionamiento económico. Hubo, y la hay, una crisis espiritual, pero no está demás apuntar que las circunstancias que debían enfrentarse podrían provocar un desgaste moral en cualquier lugar que se viera, repentinamente, abocado a vivir una situación material tan dramática. En la modernidad de cualquier país occidental desarrollado pasaría lo mismo, o peor, porque el individualismo, baluarte capitalista, no tuvo ni tiene aún su reino en la isla.

Tal vez, a pesar de la compleja intervención de Fidel Castro al inicio del triunfo revolucionario y las muchas torpezas de aquellos que debían implementarla, a partir de las célebres “Palabras a los intelectuales”, sea la Revolución Cubana, que muchas veces ha favorecido, pagado y promocionado la crítica a la lucha transformadora, la concepción política que con mayor audacia ha practicado una nueva relación entre las expresiones artísticas y literarias y el poder gubernamental.

“Madagascar”, en contra de una más que justificada censura en el país y aún constituyendo uno de los testimonios más desgarradores de la situación, se instala en esa corriente de crítica desde la esperanza que la Revolución siempre ha posibilitado, a pesar de los verdugos internos. La película aborda la convulsa realidad cubana de los años 90, el momento en que el gobierno se vio obligado a decretar un “Período Especial en tiempos de Paz”, algo realmente terrible dentro de las ya largas vicisitudes materiales del pueblo. Y fue exhibida en la isla casi al momento sin apenas contradicciones. La pantalla cinematográfica se convirtió en una reflexión directa de lo que sucedía fuera de las salas de proyección. ¿Qué habían hecho los que instauraron el mal llamado socialismo real? ¿Qué efectos estaban irradiando hacia una izquierda mundial ya de por sí algo edulcorada por aceptar, sin el debido análisis y sacrificio, los bienes que le proporcionaba el capitalismo? ¿Qué infiernos de incertidumbres podían abatirse sobre los cubanos? La paralización del país parecía inminente. Como si los ojos benditos de los que luchaban a pie de obra hubieran quedado vacíos. El Socialismo en la isla era mucho menos que la fecha en que se hundiría en el océano. Y no sucedió. El Arte y la vida se daban la mano para estrechar aún más sus posibilidades de compartir la esperanza.

Cuba se mantuvo y, aún sin haber superado completamente aquella etapa, se mantiene, a pesar de las trabas que su propio sistema le ha creado. Ya es innegable que todo gobierno totalitario impide la contribución masiva y popular, produciendo unos bloqueos internos que daña todas las estructuras participativas en la sociedad y alimenta la hostilidad de los asedios externos. Como si en la propia casa se albergara al enemigo, haciendo crecer la desconfianza e implantando un voluntarismo que termina por adocenar y hasta convertir en cómplices del miedo a gran parte de la población. Cualquier cambio es visto como una amenaza más. Un pequeño dirigente puede volverse un sátrapa. Entonces, liberarse de tan obstinadas condiciones se convierte en el mayor objetivo de la lucha, al menos para aquellos que continúan pensando que la Revolución es posible. Todos se hacen daño. Por eso aquellos tiempos y esta película están ahí como una profunda advertencia o un secreto aún por descifrar. Algo decisivo para la marcha de la Revolución.

Sólo será posible avizorar el futuro sentando al pasado en el más preciso presente. En aquellos despiadados años 90 el país y sus gentes entraron a un túnel demasiado oscuro. Allí el sueño y el despertar se constituyeron en una misma cosa: una horrenda pesadilla. No se podía dormir ni estar despierto. ¿Dónde entonces se existiría? Muchos llegaron a pensar que quizás hubiera algo más allá de la realidad. Todos los horizontes se habían escondido.

“Madagascar” es una palabra que, más que un lejano y desconocido país, se erige en el mayor símbolo de una demanda urgentísima de ayuda. ¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que unas ideas y unos proyectos -los asumidos por la inmensa mayoría de los cubanos- hubiesen llegado repentinamente a un inexplicable vacío? ¿Cómo casi nadie en el mundo corría a ayudar a aquellas personas embelesadas por una historia que creían la más justa, la más hermosa, la más natural? Esto sería otro enigma aún por conocer. Como si nadie se percatara todavía que todo no es tan hermoso. Mientras que existan los que, como una mueca de una aristocracia decimonónica, repiten desde sus eufóricas libertades: “aliento, cubanos, porque vosotros sois la dignidad”, y disfruten conduciendo sus coches por las avenidas casi desiertas de Cuba gracias a que el pueblo, muy extenuado, camina o va en bicicleta, existirán y se reproducirán aceleradamente aquellos que, aún pasivamente, ya están preparando el fin de la concordia y de los ideales compartidos. Al percatarse de esta realidad, muchos cubanos encarnaron esa palabra, Madagascar, que más bien constituye el viaje a ninguna parte, al mundo inexistente que le había tendido una trampa ilusionista con las ideas de una redención universal.

Había que buscar otro sitio si los líderes que amaban carecían de la brújula necesaria. Ese lugar sólo podía estar en la imaginación, y ahí, en el “Madagascar” de una desconocida solución se instaló una buena parte del pueblo. Era una forma de lucha, de esperanza y de compasivo discurso contra sus propios dirigentes e ideales.

Tiempos muy tristes donde la inmensa mayoría de los cubanos demostró un aprendizaje de paciencia más alto que los picos de los Himalayas. Parecía que recordaban con máxima claridad el final del famoso cuadro XIV de la pieza teatral Galileo Galilei, de Bertolt Brecht, donde el alumno le espeta al maestro: “Desgraciado el país que no tiene héroes”, a lo que el sabio le responde: “No, desgraciado el país que necesita héroes”. El pueblo cubano no se rebeló contra su gobierno, como tampoco lo hace ahora, porque sabe muy bien las características de la sabiduría. Mientras la izquierda mundial, y la nativa, no asuman el cansancio de caminar o pedalear, como el pueblo, su reino se dirige a su propia destrucción sin necesidad de un heroísmo popular. Desde luego que será muy triste ver esa tragedia, pero tal visión se está erigiendo como la única posibilidad de que los propios pueblos no sean los que se destruyan. La señal de alerta está en pie, peleando con la vida. Esto podría ser una de las mayores enseñanzas del proceso revolucionario cubano. Así también su auténtica capacidad para sortear las pésimas predicciones que lo amenazan. Y estas sí constituyen un fulminante disparo al corazón. Nadie está exento del más riguroso cuestionamiento, desde el grande, mediano o pequeño dirigente hasta el más humilde de los seres humanos.

Mientras no llega el derrumbe, se sobrelleva la tormenta. Es ciencia vulgar. El tiempo es muy torpe para ofrecer alguna respuesta. Se lucha y se espera. Así fue la vida, la más angustiosa y escalofriante vida en aquellos turbulentos años 90. La pesadilla había tocado a las puertas de toda la isla y sus habitantes, lejos de sentir la poderosa luz tropical, se convirtieron en absurdos protagonistas de un abismo que, por primera vez en la historia revolucionaria, se abría paso por las calles de las ciudades y por los senderos del monte, entraba a las casas e iba trastornando el alma de las personas. La película es un fiel reflejo de esta desesperada paciencia que creó el más exquisito lenguaje de la supervivencia.

Tanto los dos personajes principales del film, como el resto de los que intervienen en la trama, podrían ubicarse en diversos espacios de resistencia a la tortura física y psíquica en que se ven envueltos.

Los espacios del vacío se abren en la consulta psiquiátrica con que comienza y termina la película. Y se extienden. Están en las 24 horas del día, en el no poder dormir, en la unión entre el sueño y la realidad, en el trabajo, en el estudio, en el camino detrás del tren, en el homenaje universitario, en los quehaceres maniáticos de los profesores, en las bicicletas, en la búsqueda de uno mismo en la concentración popular, en la fotografía sin rostro, en el túnel, en el cansancio, en el descanso, en el silencio con que se observan los barcos que no tienen destino.

Los espacios del intento redentor o la célebre resistencia ignota aparecen sobre todo en el amor con que la madre defiende a su hija sólo por ser su hija. Y surgen a borbotones en las continuas mudanzas de la familia, en las sucesivas transformaciones de la joven Laura, que se entretejen entre la música de rock, la fe religiosa, la solidaridad incuestionable y el lirismo más suicida. Intentos. Ninguno se afincará en la realidad, aunque entre ellos la están sosteniendo. Todos participan de la expectación del no saber qué hacer; o cuando más –porque todo es posible-, por amor, siempre el amor, se renuncia a todo lo soñado y una de las más talentosas profesoras se marcha al campo a ordeñar cabras.

Los espacios anodinos, mecánicos, robotizados, sin ningún camino de fe, pero suficientes para saltar la asfixiante cotidianidad, se mueven entre los comecoles, los ratones, el juego de monopolio, la pintura de un lienzo, el grito ahogado y ciego de muchas personas, subidas a lo más alto de la ciudad, pronunciando suavemente la terrible palabra con los brazos abiertos. Nadie acudirá para ayudar. No existe el abrazo mundial. No está hecho todavía.

Los espacios que, aún amenazando, no cuentan para no avivar la desesperación, porque están restringidos a los instantes de miedo, están en la comida quemada, en la postal de París, en el policía demandándole a la madre que cuide a su hija, en la lluvia, en ese quiéreme mucho final y el tren viajando a quién sabe dónde.

Y queda, entre muchos otros, el espacio intrascendente de la muerte que no sucede. Ese trágico pensamiento de que todo salte por el aire a través de una bomba que no encuentra explicación para contenerlo a uno mismo.

Todos los espacios, en su fértil combinación, poseen una validez extraordinaria. ¡Qué pueblo tan grande habita esa pequeña isla! No es un rebaño de corderos ni un montón de cobardes. Por la propia Revolución, que abrió para todos la mayor cantidad de conocimientos vitales que algún gobierno ha abierto en otro país, pudiera Cuba formar la gran esperanza para la salvación de la especie humana. Y esto constituye también un secreto, tal vez el más considerable.

La resistencia del pueblo cubano desborda la historia numantina o el sitio de Leningrado. No es casi nada en sí misma. El aguante de África sí es verdaderamente espeluznante. La resistencia de la isla se encierra en los sueños que se hicieron posibles, en la intensidad de la vida que pudo plantearse, en la profundidad que sus ojos adivinaron. Su enigma está, entonces, en las múltiples resistencias que se derivan de su singular trayectoria.

La película es una ficción. Bien podría ser un documental. Da igual. El Arte dejó de ser una interpretación individual para convertirse, como todo realismo con ímpetu revolucionario, en la fiel captación del espíritu de un pueblo en una situación muy bien determinada en el subconsciente colectivo. El gran Arte de metaforizar el paso del tiempo y de ofrecer momentos de atención a las vanguardias.

Los cubanos, más tozudos que el mismo diablo, poseen la gracia, el perfume y hasta el ritmo del por qué puede resistirse una embestida de la realidad, tanto los que están a favor de la Revolución como los que están en contra. Todos se han humedecido por el escandaloso rocío de la fraternidad. Todavía sorprende cómo fue posible que la gente continuara acudiendo a trabajar, en agotadores desplazamientos hacia sus centros de labor, que algo hiciera en ellos, que luego volviera a sus viviendas donde seguramente no tendría agua para el aseo y la comida sería tan mínima que apenas la sentiría. Es probable que el pensamiento del Ché, en su magistral carta “El Socialismo y el hombre en Cuba”, nos aproxime a alguna certeza: “El esqueleto de nuestra libertad completa está formado, falta la sustancia proteica y el ropaje; los crearemos.” Aquí se abre otro misterio: ¿podrán crearlos fuera de los sepulcros?

Si ahora Cuba puede parecer un mayor enigma en la más disparatada algarabía, es el resultado de la influencia decisiva de aquellos años que se vivieron como un violín desafinado, tal como se siente a sí misma una de las protagonistas del film. ¿Cuál es la medida o la calidad de la resistencia que puede darnos alguna respuesta sobre la efectividad de la Revolución? ¿Está bien compuesta la orquesta? ¿Cuántos están tocando unos instrumentos que no pertenecen a esta partitura? Todo tiene un clamor extraño, complejo y de difícil definición. Tenemos muy bien protegidas las historias que constituyeron el milagro vivido antes de esta infernal crisis. Aquello tan simple como ir a la escuela, a un hospital, a un teatro, a un puesto de trabajo seguro, a una sencillez material decorosa y digna para poder ser solidario con otros pueblos, a obtener una licenciatura universitaria, a reír, a pensar en criticarlo todo y seguir adelante con la fiesta de la vida. Todo eso, llamado por muchos la Revolución o la modernidad general, llegó a Cuba y no a Latinoamérica, que permaneció con el silencio del indio, del negro, del criollo pobre que se debatían ante la soberbia de unos pocos nativos y extranjeros que los exprimían. Es indudable que la isla fue pionera en gritar colectivamente y avanzar hacia otro mundo muy diferente al que vivía el continente. Pero, ¿dónde está ahora ese lugar que se nos tuerce hacia el porvenir? ¿Acaso también Cuba, después de tantas luchas y dignidades, habrá de regresar al desastre cotidiano de los siglos latinoamericanos?

“Nunca seremos felices”, dijo el Libertador, Simón Bolívar, poco antes de morir. Toda la América Latina intenta conjurar esa desdicha y hoy empieza a mostrarse con un nuevo rostro muy distinto al de hace cinco décadas, cuando uncida al carro imperial se separó de Cuba. Ahora, en vez de hacerse más rica y europea o norteamericana, se ha hecho más pobre y más autóctona. Está abriendo su inmenso tesoro: puede combatir unida por la sustancia proteica de que habló el Ché. Ya son varios los países con posiciones bien radicales frente al antiguo coloso imperialista que, viendo agonizar su sistema e incapaz de sostener tantos frentes de ignominia, se ha visto obligado a cambiar su imagen y hablar de otra manera, pero no nos engañemos, es el mismo, sólo que, dada la magnitud con que la crisis actual podría echar por tierra todo el sistema, él mismo se está moviendo por diferentes posiciones de salvación. Resulta imprevisible saber cuáles intereses saldrán adelante. Ahora está probando el camino del buen hombre que seduce a las multitudes. Pudiera América Latina aprovechar la ocasión para alcanzar su definitiva independencia. Todo dependerá de esa descomunal potencia que aún tiene el sistema capitalista y la verdadera educación para la vida que puedan forjarse los latinoamericanos y el mundo en general.

En Cuba hay una memoria imprescindible para ella y para los demás. Si ésta es destruida, como una nueva versión de la geopolítica, sucederá lo que le ocurrió a algunos países europeos, sobre todo a Italia y a Grecia, al terminar la Segunda Guerra Mundial. Unos pueblos se situarán en la órbita de la regeneración y otros tendrán que conformarse con lo estipulado por el bien de la civilización, si es que no se produce un choque de barbaries según lo estudiado por el libanés Gilbert Achcar. Porque ya no estamos en 1945. Ahora los griegos y los romanos son los haitianos.

Si el sistema capitalista logra superar su actual crisis, es claro que tendremos que esperar otra época en que los trabajadores, por puro instinto de conservar sus puestos de trabajo, no tengan que defender a las multinacionales. Y lo mismo mientras no sea entendido la vacuidad consumista y la banalización del saber que azotan al espíritu de las personas. Entonces, aquel milagro al que Cuba se acercó con sus ciudadanos, haciéndolos buenos profesionales y firmes defensores de su dignidad al tiempo en que los libraba de un destino de parias inservibles, será postergado por otro número de años o de siglos. La situación mundial que estamos viviendo puede ser testigo de la continuidad depredadora del sistema o igual de su desaparición y un nuevo emprendimiento de los sueños.

Los vientos están ensortijados. Igual van de un lado que de otro. No es una casualidad que al final de la V Cumbre de las Américas, celebrada recientemente en Puerto España, el presidente venezolano, Hugo Chávez, le regalara a su homólogo norteamericano el libro de Eduardo Galeano “Las venas abiertas de América Latina”. Puede el enviado del gran capital guardar el texto en cualquier estantería irreconocible. Pero dice gustarle leer, aunque no conoce el idioma español. Dice también que no quiere hablar sobre el pasado, sino que prefiere pensar en el futuro. Perfecto, si entiende que al porvenir sólo se llega revisitando en el presente las huellas del pasado. Y si lo entiende, esperemos que no ocurra un magnicidio, aunque parece bastante evidente que la misión que tiene encomendada es retornar a su rebaño a los países latinoamericanos y preparar la definitiva desaparición de Cuba. No puede verse de otra manera esa actitud formalmente conciliadora que, agazapándose en la gran necesidad de esperanza que tenemos todos, busca la ayuda “pública” para que América Latina fuerce el fin de las posiciones cubanas. Incluso ya desde su trono de poder algunos de sus colaboradores están dando a la opinión internacional la noticia de la pronta caída de la isla. Se preparan para ello e intentan que los demás hagan lo mismo: que se cumpla el pronóstico sin que se desarrolle la enfermedad que han inoculado en Cuba. El colmo de la insolencia y el desprecio de la Doctrina Monroe del siglo XIX. Apenas han cambiado. Ya veremos si los pueblos, incluido el cubano, también se preparan y luchan para el gran triunfo sobre el gigante malherido.

No obstante la profunda convicción del engaño con que el gobierno norteamericano ha hecho ver que, a partir del levantamiento de unas mínimas medidas contra Cuba, es la isla quien debe cambiar, preferimos seguir insistiendo que, como todos los que se acercan al proyecto de la Agenda Latinoamericana lo hacen por tener esperanza y para trasmitirla a los demás, las palabras de la paz y la concordia deben ser las que nos dominen, aún dentro de la inexplicable pesadilla que vemos en la película “Madagascar” y en la vergonzante máscara escogida por el imperio. Es que hemos sido tan inocentes con la creación de otra humanidad que ahora, cuando alguien de nuestro color, con un discurso hermosísimo, es colocado al frente de la Gran Potencia, llegamos a pensar que todo está solucionado y que sólo hay que cuidar a este hombre. Ni nos pasa por la cabeza que el capitalismo es capaz hasta de darnos la razón con tal de que sigamos creyéndole. No imaginamos que detrás de tan buenas intenciones puede estar escondido el mismo animal que siempre nos ha chupado nuestra sangre generosa. Por ello seguimos con las venas abiertas.

Claro que Cuba debe cambiar si no quiere desaparecer. Igual que el resto de los países latinoamericanos. Pero es el Mundo Todo el que debe cambiar, porque es él principalmente el más amenazado con su desaparición. Sólo mediante el convencimiento y el respeto de unos hacia otros podrá efectuarse un cambio verdadero. Preciosas palabras. Pero si no luchamos con inteligencia y sin ingenuidades, olvidémonos de la victoria. De ahí que terminemos con una reafirmación en la creencia de que ya arribamos al tiempo en que todos obligatoriamente tenemos que salvarnos. Claro, si aceptamos “Los Estatutos del hombre”, escritos por el poeta brasileño Thiago de Mello y que en su Artículo I nos dice:

“Queda decretado que ahora vale la verdad,
que ahora vale la vida
y que, tomados de las manos,
trabajaremos todos por la vida verdadera.

jueves, 4 de junio de 2009

III- Cuba, utopías, rupturas y sacrificios (Conferencia en la Universidad de Girona)

III

Nunca habrá nada más humano y enaltecedor que, regresando de la historia, asumir lo que somos.

Todos los procesos revolucionarios europeos y sus pensamientos filosóficos inundaron el Nuevo Mundo. No podía ser de otra forma. Quiérase o no, y a pesar de la gran mezcla de culturas efectuada en esa parte del planeta, las corrientes europeas más progresistas siempre encontraron allí los puertos bien abiertos. El Universo Latinoamericano era el que estaba obligado a la adaptación de lo que llegaba, como pedía Mariátegui, pero en todas las etapas históricas el recibimiento se llenó de un gran regocijo. Si alguna región de la Tierra no conoce ni un ápice de rechazo a lo europeo esa es América Latina.

Parece que en la Revolución Cubana de 1959 convergieron todas las revoluciones e ideas que se sucedieron en el continente. Allí se fundieron en abrazo fraterno todos los luchadores latinoamericanos.

Por las presiones de los Estados Unidos de América, la isla cayó bajo la influencia marxista más radical, aquella que había tomado el Poder en la Unión Soviética. Era la reacción más orgánica a aquel “Destino Manifiesto” que el imperio había impuesto con sagaz altanería y desprecio a toda la región desde el siglo XIX. Era una respuesta de las revoluciones mestizas al gigante interminable. Hasta ese momento nadie pudo hacer nada contra él. Las osadías magnánimas que en diferentes rincones alzaron los pueblos dispersos fueron ahogadas rápidamente, y de pronto, como un fermento acariciado por los siglos, emergía la alternativa socialista en la forma de la hoz y el martillo de la Europa Oriental frente a los ojos del coloso.

Este radicalismo sólo podía darse en la isla antillana, apenas sin una población originaria, que fue prácticamente exterminada durante la colonización española. También la tardía independencia de la metrópolis posibilitó el surgimiento de una fuerte capa de nativos que fueron articulando unos elementos decididamente diferentes a los europeos. Ello le otorgó con prontitud una vocación latinoamericanista completa. Casi una tarea fundacional. Todos estos factores convirtieron a Cuba en un auténtico foco de transparente rebeldía ideológica y social. Al final de la guerra de independencia, Estados Unidos no se la pudo anexar, como hizo con Puerto Rico. La nación cubana ya había sido esculpida gloriosamente por sus bravos criollos en los campos de batalla. Aquellos blancos, negros y mestizos que forjaron el alma nacional, tanto con las armas como con las Artes y la Literatura, poseían un clamor diferente. Del conjunto de todo el gusto surgido entre las palmas insulares emergió un pueblo con ganas de existir soberanamente en la diversidad terrestre. Así nació el 28 de enero de 1853 en La Habana, de madre canaria y padre valenciano, el mayor de los cubanos, José Martí, aquel que habría de sintetizar en su palabra y en su acción toda el ansia libertaria del continente. El 10 de enero de 1891 publicaría para “La Revista Ilustrada”, de Nueva York, el documento más importante de las luchas latinoamericanas: “Nuestra América”, que casi deberíamos saber de memoria. Resulta indispensable citarlo extensamente:

“Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras.

Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.

Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes.

¿En qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América?

Con una frase de Sieyès no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.

Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas.

El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.

Con los oprimidos había que hacer una causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores.

Éramos una visión con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella.

Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa e inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. “¿Cómo somos?” se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura del sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación.

Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando, por las venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos.

Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.

Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña.

El deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.

No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la Historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!”

Con el abono de tanta dedicación a la causa revolucionaria, el pueblo cubano parecía ser el más preparado para iniciar la definitiva emancipación continental. La neocolonia que Estados Unidos implantó después de la derrota española no pudo, a pesar de sus intensos escarceos, horadar el espíritu libre del cubano. Son numerosas las historias que lo atestiguan durante toda la mitad del siglo XX. El colofón de esas luchas sería el 26 de julio de 1953, en que un grupo de jóvenes asaltan el cuartel Moncada, en Santiago de Cuba. Gran parte de los asaltantes fueron masacrados y el resto quedó prisionero. En el juicio celebrado a Fidel Castro, el jefe de aquella acción, él mismo, como abogado, asumió su defensa, esgrimiendo un alegato contundente sobre la situación del país: “La Historia me Absolverá”, que luego se convertiría en alma del Movimiento Revolucionario. Se había declarado a José Martí como el autor intelectual del asalto. Nunca la historia había podido engarzar mejor sus eslabones de continuidad. Cuando la Revolución triunfó y entró en la misma ciudad el 2 de enero de 1959, Fidel diría desde el balcón del Ayuntamiento: “Esta vez no será como en 1898, en que el ejército norteamericano, después de la derrota de España, impidió al Ejército Libertador cubano, lleno de hombres descalzos y harapientos, entrar a la ciudad. Esta vez sí entramos y nos vamos a quedar aunque no les guste esta tropa”. Y claro que al imperio no le gustó nunca y rápidamente comenzó su vergonzoso asedio.

Los datos son simples, rápidos y precisos: En mayo de ese mismo año el gobierno revolucionario decretó la ley de Reforma Agraria. Enseguida los grandes latifundistas pidieron al gobierno de Estados Unidos que interviniera. Así fueron confiscados los fondos cubanos depositados en bancos norteamericanos y se redujo el suministro de petróleo a la isla. Casi a punto de ahogarse aquella Revolución con menos de un año en el poder y no teniendo a nadie en el mundo que le ofreciera ayuda, acudió a la Unión Soviética. En febrero de 1960 Cuba recibe un crédito de 100 millones de dólares y un tratado para la llegada del combustible necesario. Siete meses después, en octubre de 1960, Estados Unidos prohibió toda exportación a la isla. En menos de medio año, en abril de 1961, Cuba es invadida por Playa Girón por cubanos residentes en Miami organizados y apoyados por el imperio. Los revolucionarios los derrotaron en tres días y empezaron a prepararse en espera de otra posible invasión. En enero de 1962 Cuba es expulsada de la Organización de Estados Americanos y toda América Latina, con excepción de México, rompe relaciones diplomáticas con la isla. Pasado un mes el presidente norteamericano firma el bloqueo contra Cuba. Seguiría la alocución de dignidad que, como un eco de la semilla sembrada por José Martí, realizó Fidel Castro el 4 de febrero de 1962, conocida como la Segunda Declaración de La Habana, donde podemos ver, en unos fragmentos, el brillante lazo con “Nuestra América”:

“Con esta humanidad trabajadora, con estos explotados infrahumanos, paupérrimos, manejados por los métodos de foete y mayoral no se ha contado o se ha contado poco. Desde los albores de la independencia sus destinos han sido los mismos: indios, gauchos, mestizos, zambos, cuarterones, blancos sin bienes ni rentas, toda esa masa humana que se formó en las filas de la “patria” que nunca disfrutó, que cayó por millones, que fue despedazada, que ganó la independencia de sus metrópolis para la burguesía, esa que fue desterrada de los repartos, siguió ocupando el último escalón de los beneficios sociales, siguió muriendo de hambre, de enfermedades curables, de desatención, porque para ella nunca alcanzaron los bienes salvadores: el simple pan, la cama de un hospital, la medicina que salva, la mano que ayuda.

Pero la hora de su reivindicación, la hora que ella misma se ha elegido, la viene señalando, con precisión, ahora, también de un extremo a otro del continente. Ahora, esta masa anónima, esta América de color, sombría, taciturna, que canta en todo el continente con una misma tristeza y desengaño, ahora esta masa es la que empieza a entrar definitivamente en su propia historia, la empieza a escribir con su sangre, la empieza a sufrir y a morir. Porque ahora, por los campos y montañas de América, por las faldas de sus sierras, por sus llanuras y sus selvas, entre la soledad o en el tráfico de las ciudades o en las costas de los grandes océanos y ríos, se empieza a estremecer este mundo lleno de razones, con los puños calientes de deseos de morir por lo suyo, de conquistar sus derechos casi quinientos años burlados por unos y por otros. Ahora sí, la historia tendrá que contar con los pobres de América, con los explotados y vilipendiados de América Latina, que han decidido empezar a escribir ellos mismos, para siempre, su historia. Ya se les ve por los caminos un día y otro, a pie, en marchas sin término de cientos de kilómetros, para llegar hasta los “olimpos” gobernantes a recabar sus derechos. Ya se les ve, armados de piedras, de palos, de machetes, de un lado y otro, cada día, ocupando las tierras, afincando sus garfios en la tierra que les pertenece y defendiéndola con su vida; se les ve, llevando sus cartelones, sus banderas, sus consignas; haciéndolas correr en el viento por entre las montañas o a lo largo de los llanos. Y esa ola de estremecido rencor, de justicia reclamada, de derecho pisoteado que se empieza a levantar por entre las tierras de Latinoamérica, esa ola ya no parará más. Esa ola irá creciendo cada día que pase. Porque esa ola la forman los más mayoritarios en todos los aspectos, Los que acumulan con su trabajo las riquezas, crean los valores, hacen andar las ruedas de la historia y que ahora despiertan del largo sueño embrutecedor a que los sometieron.

Porque esta gran humanidad ha dicho “¡Basta!” y ha echado a andar. Y su marcha de gigantes, ya no se detendrá hasta conquistar la verdadera independencia, por la que ya han muerto más de una vez inútilmente. Ahora, en todo caso, los que mueran, morirán como los de Cuba, los de Playa Girón, morirán por su única, verdadera, irrenunciable independencia.”

Resulta hermosa la semejanza entre ambos documentos, aunque sólo pruebe la exclusividad del grito cubano frente al resto de los países latinoamericanos a mitad del siglo XX. A comienzos del XXI la realidad continental es bien distinta. Sólo han pasado 50 años y el latinoamericanismo es cada vez más fuerte. La influencia de la Revolución Cubana ha sido determinante. Pero todavía nos queda un importante tramo de historia que definió la total posibilidad de Cuba para constituir una pieza clave en la unidad de América Latina: La crisis de los misiles en octubre de 1962.

Son innumerables los estudios sobre aquellos días. Uno de los cuentos es de una simpleza proverbial. Después que un avión norteamericano fotografiara el emplazamiento de cohetes nucleares en Cuba, Kennedy decretó un bloqueo militar para impedir que nuevos barcos soviéticos arribaran a la isla con más armamento, pero desconocía que ya en el Caribe había varios submarinos atómicos de su enemigo. Estos navíos tenían la orden de lanzar sus torpedos si eran atacados. Los destructores norteamericanos que, a su vez, custodiaban las costas cubanas, tenían la orden de atacar a cualquier embarcación soviética si no se detenía antes de llegar a la isla. Cuentan que dos submarinos, expuestos sus militares a altas temperaturas y con escasez de agua y alimentos por su larga estadía en el lugar, se vieron obligados a salir a la superficie y ver a las otras embarcaciones. Fue el momento cumbre de unos sencillos hombres en uno y otro bando. Podrían haber iniciado los ataques. Tenían esas órdenes. En un segundo se generalizarían los misiles sobre ciudades norteamericanas y soviéticas, ahogando todas las gestiones diplomáticas que se estaban efectuando entre las dos potencias enfrentadas y que aquellos militares que se estaban mirando en las aguas del Mar Caribe desconocían. El buque norteamericano decidió no disparar y los soviéticos decidieron volver a sumergirse. Ambos lo comunicaron a sus gobiernos y por primera vez en la carrera nuclear se conscientizó su inmensa fragilidad. La Tercera, y posiblemente última, guerra mundial había estado a escasos pasos de desencadenarse.

Es notorio que Nikita Kruschev hubo de utilizar la sintonía pública de Radio Moscú para informar al gobierno norteamericano de que aceptaba el acuerdo que secretamente los dos países estaban negociando. La Unión Soviética sacaría sus misiles de Cuba y Estados Unidos se comprometía a no invadir la isla rebelde al mismo tiempo que sacaba sus cohetes de Turquía.

Otra vez, como en 1898, los cubanos habían quedado fuera de las negociaciones. Pero la historia se encargaría de solucionar estas cuestiones. Con los misiles soviéticos Cuba no pudo hacer nada, salvo el no aceptar una inspección en territorio cubano como había exigido Estados Unidos. No se consiguió todo, pero algo se impuso: la dignidad de unos dirigentes, de un pueblo y de una causa frente al imperio del norte empeñado en desconocer la nueva realidad.

Cuba no fue invadida y se convirtió en la balsa de ayuda para todos los movimientos revolucionarios en el mundo, llegando hasta la lejanísima África. Fruto de la colaboración militar con el gobierno que surgió de la independencia de Angola, se produjo el hecho más destacable para la importancia de la isla en las luchas revolucionarias: Cuba se sentaría en la mesa de negociaciones sobre el conflicto africano, junto a Angola, Sudáfrica y Estados Unidos. Por primera vez el imperio tuvo que sentarse junto al pequeño país que lo había retado en 1959. Es significativa una declaración de Nelson Mandela sobre la grandeza de la ayuda cubana: “La contribución de Cuba constituyó el viraje para la lucha de liberación de mi continente y de mi pueblo del flagelo del Apartheid.”

En sus “Memorias”, el secretario adjunto para África en el gobierno de Ronald Reagan, Chester Crocker, relata en una carta que le envió al Secretario de Estado George Shultz el 25 de agosto de 1988: “Descubrir lo que piensan los cubanos es una forma de arte. Están preparados tanto para la guerra como para la paz. Hemos sido testigos de un gran refinamiento táctico y de una verdadera creatividad en la mesa de negociaciones. Esto tiene como telón de fondo las fulminaciones de Castro y el despliegue sin precedentes de sus soldados en el terreno.”

La Revolución Cubana ha demostrado con creces que, aún en las más adversas circunstancias, y hasta sirviéndose de ellas, son posibles los pasos hacia el cambio del mundo. La ley del capitalismo en Occidente había empezado a resquebrajarse por obra y gracia de un sacrificio. La solidaridad internacional desplegada por Cuba, algo tan necesario para que las personas adquieran el derecho de su individualidad al reconocer la igual posibilidad a los demás, constituye el factor de mayor peso que la isla aportó al nuevo camino: el intento para que los pueblos se conocieran y asumieran juntos todas las consecuencias de su lucha.

Es sabido que lo principal del cuerpo legislativo de cualquier país capitalista está conformado para que las luchas revolucionarias puedan llegar hasta un punto. Por ley, desde la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, aprobada por la Revolución Francesa de 1789, el derecho a la propiedad privada constituye el celo principal de los poderosos. Y no se trata de un derecho para disponer de los bienes necesarios para la vida de una persona, un grupo o una comunidad. Se trata de que mediante el Cuerpo Legal Internacional se ampara la propiedad de tierras, ríos y recursos naturales a favor de un país poderoso en contra de otro debilitado. Cualquier movimiento social que intente virar esta situación se las verá bien complicado. Por ello el reto cubano alcanza tanto significado y su recorrido se reviste de una trascendencia verdaderamente asombrosa.

Es curioso que una de las primeras medidas de la Revolución Cubana, y que se hizo efectiva por el desborde del pueblo, fue la eliminación de los casinos de juego. Hasta la vulgar lotería popular fue erradicada. Se planteó que era una mortífera máquina de mantener sueños para hacerse rico y no creer en los frutos por el esfuerzo del trabajo honrado. Una creencia que dejaba a un lado la primacía de pensar en colectivo que tanto daño ha producido en la humanidad. Había que desterrar el pensamiento que tenía sumido al pueblo en unas manifestaciones culturales paralizantes para cualquier cambio revolucionario. Y con todo el riesgo que ello significa, el gobierno cubano acometió unas transformaciones tan complejas que resultaría imposible pensar que no tendría sus detractores. Estaba actuando contra unas costumbres entronizadas durante demasiado tiempo en las capas más humildes del pueblo. Sobre el camino se puso el cambio cultural de un pueblo. Esto, lógicamente, tenía que producir graves quebraderos de cabeza en la creación de la nueva sociedad. Y con un enemigo cercano tan furioso era también imposible que la Revolución no sufriera miles de obstáculos y se embarcara en un navío donde aún no estaba definida una alternativa coherente al salvajismo capitalista.

El Socialismo desplegado en los países del este europeo apenas había cambiado los cimientos del sistema. La expropiación estatal de las riquezas no avanzó hacia una plena conquista de nuevas relaciones económicas, políticas, sociales y culturales. Prácticamente la esencia permaneció igual. Y Cuba se colocó aproximadamente en la misma propuesta. El mayor valor a destacar sería su apego a la dignidad humana, a pesar de su violación por instinto defensivo. Gracias a este aspecto, aún aquellos que condenan a la Revolución llevan en sus más legítimos ataques un decoro extraordinario.

No menos, o quizás más, representan una incógnita en el devenir cubano aquellos factores que por la radicalización del proceso ideológico de la Revolución se han constituido en frenos del libre desenvolvimiento del propio movimiento revolucionario. La dictadura instaurada y todas las incoherencias derivadas de ella han imposibilitado el despliegue de una auténtica democracia. De tanta participación que se proclamó, que bulle en los más amplios espacios privados y públicos, unida a una inconsecuencia práctica por el sector dirigente, se ha llegado a la incredulidad que desvirtúa el impulso transformador, pues si bien es cierto que éste puede estancarse, es aún más certero que jamás puede ser paralizado. Tal vez ahora, con tanta cercanía al gigante asiático, se conscientice lo dicho por Confucio: “Se puede arrebatar a un ejército su comandante en jefe, pero no se puede privar al hombre más humilde de su libre albedrío”. Se trata de un enunciado muy peligroso en las luchas revolucionarias, pero tajantemente verdadero. Hasta los proyectos más altruistas tienen que pasar la medida con que los pueblos se hacen.

El gran logro de los Estados Unidos contra Cuba está dado, en primer lugar, en haber erradicado, al final de la guerra por la independencia de la isla en el siglo XIX, aquel principio establecido por los luchadores cubanos en la asamblea trashumante de Guáimaro y en las sucesivas reuniones de electores para la formación de un gobierno revolucionario. Era una forma salida de la lucha que poseía una altísima cuota de poder democrático y un amplio control de las instancias electas. Destruido este principio asambleario e impuesta la abstracción del voto universal presidencialista, que formaba una capa muy distinta de electores, a los verdaderos luchadores sólo les quedaba marchar siempre a la zaga. A partir de ese gran logro de los Estados Unidos sobre Cuba, la Revolución de 1959 ya caminaba sobre un sedimento bastante punzante y muy difícil de vencer. Ésta ha sido la historia que en estos últimos 50 años, agravada por el perenne asedio norteamericano, la que no le ha permitido al gobierno cubano recuperar popularmente lo mejor de aquellas formas autóctonas de poder ni adaptar las ideas marxistas a la realidad del país, a su cultura enteramente propia y a buscar esos elementos nuevos que debían sustituir al sistema aparentemente derrotado.

Podría pensarse que la isla se acomodó a las agresiones, al famoso bloqueo. Algo ha habido, indudablemente, pero no cabe ninguna duda de que la guerra sucia realizada contra Cuba ha sido el motor principal de sus faltas. El no tener muchas otras alternativas que defenderse la llevaron a la más que justificada frase de que “ya vendrán tiempos mejores”. Como si a tan bravos luchadores no les hubiese quedado más remedio que también ensuciarse con su pueblo y ahora no tuvieran más camino que indagar en la limpieza. ¿Pero qué gobierno y qué pueblo del mundo están limpios? Ninguno. ¿Podemos esperar que Cuba lo logre? Es evidente que los cubanos no pueden continuar como están frente a una gran parte del mundo que insiste en un bienestar absoluto sin importarle quienes lo logren. Tampoco la desideologización aportará un descanso sostenible. Pareciera que el país está abocado a algún acomodo relativo, a una indiferente traición o a un lamentable suicidio. De lo que no hay ninguna duda es que se pueda soportar por mucho más tiempo una solidaridad indiscriminada y solitaria junto a una indignidad en cualquiera de los aspectos que la vida reclama.

Es algo bien sencillo, como la máxima confuciana, o redimimos el desierto para todos o cada cual buscará su oasis primaveral. En esa espera estamos. Es posible un final glorioso como también puede serlo desencantador. La esperanza no parece del todo derrotada. Todavía la historia cubana se está haciendo y su capacidad de renovación siempre ha sido sorprendente.

Lo que en enorme medida sí es del todo claro es que América Latina tendrá que recoger toda la experiencia de Cuba y realizar las pertinentes rupturas. Ya veremos si nuestro continente mestizo está preparado para ello. Si recordamos que las luchas latinoamericanas no pueden buscar la salvación de un solo país o de un solo pueblo, sino la redención del conjunto, la múltiple existencia de unos territorios y unos seres humanos con una identidad suficiente, nos percataremos de que Cuba sólo es una porción que habrá de salvarse junto al grupo de países y pueblos que enarbolan la integración continental soñada por los patriarcas. Por esa vía la isla habrá de encontrar nuevamente el camino, aunque le vaya sacrificar el sueño de una buena parte de sus tantas batallas en busca de un mundo mejor para todos.

No pudieron los dirigentes cubanos, en medio de unas coyunturas sobrehumanas, llevar a la práctica el titánico legado martiano: “El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador. Es el único modo de librarlo de tiranías”. Resulta bien fácil repetir este fragmento, y de tan fácil puede olerse el tufo de la ingenuidad. Si Cuba cayera, por efecto de nuestras propias debilidades humanas, sólo nos queda a los que seguimos creyendo en las luchas revolucionarias entregarnos con humildad a estas utopías, rupturas y sacrificios. El propio Martí, en su prólogo al libro “Los poetas de la guerra”, como si intentara no ser pasado, sino sangre viva en esta contienda tan larga de los cubanos, parece decirnos que no perdamos el recuerdo, porque por él resurge fortalecida la historia de un pueblo:

“¿Y quedará perdida una sola memoria de aquellos tiempos ilustres, una palabra sola de aquellos días en que habló el espíritu puro y encendido, un puñado siquiera de aquellos restos que quisiéramos revivir con el calor de nuestras propias entrañas? De la tierra, y de lo más escondido y hondo de ella, lo recogeremos todo, y lo pondremos donde se le conozca y reverencie; porque es sagrado sea cosa o persona, cuanto recuerda a un país, y a la caediza y venal naturaleza humana, la época en que los hombres, desprendidos de sí, daban su vida por la ventura y el honor ajenos.

Rimaban mal a veces, pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara: porque morían bien.

El hombre es superior a la palabra. Recojamos el polvo de sus pensamientos, ya que no podemos recoger el de sus huesos, y abrámonos camino hasta el campo sagrado de sus tumbas, para doblar ante ellas la rodilla, y perdonar en su nombre a los que los olvidan, o no tienen valor para imitarlos.”