jueves, 16 de febrero de 2017

El laberinto de la culpa

Si no entendemos que la vida pasa y siempre se lleva algunas alegrías para demandarnos otras, nos quedaremos sin palabras. Necesitamos compartir con amplios sectores de la población la creación de nuevos entusiasmos. De no conseguirlo, no seremos oídos, ni leídos y mucho menos tenidos en cuenta para que la verdad no sea tan aburrida y solamente nuestra. Nada nos aporta consagrar una unanimidad si nos expulsa del tiempo que vivimos. No aceptar la multiplicidad generada por la propia firmeza en los principios revolucionarios es estancar la gloria vivida.

Cuba no creó escuálidas mentes parasitarias y siempre, mayores o menores, tendremos enemigos. De ahí la urgencia que sea la misma Revolución quien, por conciencia de sus razones e intentando librarse de todas sus corrupciones, reciba todos los pensamientos, argumentos, matices e inteligencias -definidos por la hondura de la honestidad-, que buscan entrar al bastión de la Patria porque sus corazones no le pueden permitir el silencio.

Igual que el sistema capitalista blinda su estabilidad con las llamadas democracias, su cuerpo jurídico y unas instituciones casi invulnerables, Cuba y su Revolución han de proteger su sistema de construcción socialista sin que nadie pueda torpedearlo con una iniciativa propietaria. Ya sabemos que es muy complicado establecerlo en medio de las transformaciones en curso donde podemos encontrar de todo, pero la necesidad de consolidar su estabilidad con todos sus defensores es proverbial, aunque al igual que en el otro sistema haya que enfrentar las encrucijadas peligrosas que nunca estarán ausentes de toda construcción humana.

No se puede estigmatizar a la Academia, a las voces discordantes o a unas nuevas generaciones con impulsos moncadistas. La Academia debe fortalecerse, la discordancia es una de sus raíces, y a los estrenados barbudos les seguirán creciendo las barbas. Si no organizamos los felices encuentros que necesitamos, toda la verdad en la que andamos nunca se reconocerá en un mutilado paisaje. De no asumir nuestro más riguroso compromiso con las ideas que nos nutren, Fidel nos lo seguirá recordando:“Esta Revolución puede destruirse; nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra.”

Cuba existe por sus significados, y si estos no son bien compartidos, Cuba puede entrar, ya sea por rasgos de imposiciones arbitrarias o por vanidades intelectuales, a un laberinto de imprevisibles responsabilidades. Entonces la historia cubana -y sin que lo quiera ninguno de sus ejecutores-, producirá la culpa: que la formación social más alta conseguida por un país tercermundista -y sobrepasando en muchos aspectos a otros países engreídos del Primer Mundo-, se convierta en la fuerza más destructiva de una Revolución. Es por ahí donde cualquier teorización o belicismo con la supremacía del pensamiento revolucionario puede hacerse culpable. Y el pueblo cubano -un pueblo mil veces heroico-, jamás tenderá la mano a la culpa que suspenda la volátil fiesta de la vida.

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