El 1 de enero de 1959 triunfa en Cuba una revolución popular que rápidamente alcanzó la esperanza de muchos pueblos hundidos en el infierno del mundo y de otros que imaginaban la instauración del paraíso en la tierra. Las más diversas organizaciones y personalidades de todo el planeta rebautizaron el lugar: La isla de las ilusiones. Pero la verdadera revolución, después de la lucha armada, acababa de comenzar. En sus primeros meses se aprobaba la ley de la Reforma Agraria, que entregaba la tierra a los que la trabajaban. Entonces comenzó la guerra, armada o desarmada, pero siempre agresiva, desde el gigante del norte contra los enanos del sur.
El gobierno de los Estados Unidos y todo el sistema capitalista mundial iniciaban una radical ofensiva contra todo el proyecto libertario en la pequeña isla. Pensaron, con verdadero acierto, que lo que se estaba haciendo allí no constituía un buen ejemplo para el continente oprimido, expoliado y humillado durante siglos. Como este gigante resultaba demasiado fuerte, Cuba buscó ayuda. La encontró en la URSS y en el campo socialista europeo. Entonces, el gobierno revolucionario cubano pudo respirar con cierta tranquilidad y emprender aquellos proyectos que constituían el corazón de la lucha guerrillera: la máxima educación escolar, un empleo seguro, una sanidad de alta calidad y el acceso real, siempre para todos, a los beneficios de la Cultura, la Ciencia y los Deportes. Era un derecho que exigían los mejores valores humanos que empezaban a esbozarse. Se estaba caminando en la forja de un espíritu nuevo: la dignidad, el altruismo y la solidaridad internacional alzaban todas sus antorchas.
La sostenibilidad de estos proyectos estaba avalada por un intercambio comercial adecuado entre las mínimas riquezas de Cuba y sus más prósperos aliados. Es la única justicia de que puede hablarse cuando se relacionan los que tienen más con los que tienen menos. Pero Cuba no podía escapar a la confrontación de la Guerra fría. Lógicamente tenía que situarse dentro del campo que la apoyaba y ello le determinó numerosas variaciones en sus proyectos. Se socializó, a la usanza de aquel socialismo, casi todo en la vida. Se le dijo adiós al sistema capitalista. Y todo no fue bueno, como sucede en cualquier historia. El sueño cubano, aún sin olvidar sus colores originarios, se agregó algunos tintes extraños y prácticamente se vistió como nunca había imaginado.
Aquella revolución fundada en los más hermosos ideales, al defenderse, no pudo asumir los malabarismos perfeccionistas de la imaginación y quebró las expectativas de una parte de la sociedad. Muchos se marcharon del país y muchos más intentaron entender las circunstancias y siguieron adelante. Se vivieron años muy difíciles. Aunque aún más difíciles vendrían más tarde, cuando desapareció el socialismo europeo y la isla se vio amenazada por todas partes. Las dificultades materiales se acrecentaron y las angustias ante el futuro también comenzaron su amarga tarea. Pero Cuba no aceptó la idea de retornar al sistema capitalista, aún a costa de permanecer como una victoria estancada y expuesta a todos los peligros del propio terruño y del océano. Como si no pudiera darle credibilidad al final anunciado por el realismo. Y no hubo final, sino otra vez el comienzo, el comienzo del milagro de sostener las conquistas sociales alcanzadas y avizorar un camino desgarrando algunas vestiduras.
Cuba intenta los cambios necesarios para una utopía viviente que, aún en las heridas, insiste en continuar luchando. Un proyecto histórico que proclama el derecho a mantener la búsqueda de Un Mundo Mejor y Posible Para Todos. Pero el imperio no acepta que Cuba cambie por sí misma y recrudece su odio visceral hacia ella. Lo que quiere es que Cuba no encaje en el mundo de hoy, que no pueda hacer ningún cambio, que Cuba no deje de ser el lugar donde tantos cansancios y sacrificios alteran la vida del pueblo y que tanto asustan a otros pueblos. No quiere que Cuba abandone su discurso y las acciones donde globaliza la fraternidad universal. Al imperio le interesa desprestigiar esa globalización. Quiere que Cuba siga siendo esa pequeña porción de la humanidad que quijotescamente se atrevió a desafiarlo con un gran regocijo en sus espadas y que, por sí sola o hasta condenada por el resto de los pueblos, vaya agotándose hasta su último estertor.
Y si Cuba no puede hacer los cambios necesarios, Cuba no encajará en el mundo. El fin de la Revolución será una mera cuestión formal. Si esto sucediera, el imperio potenciará aún más la indiferencia hacia las luchas revolucionarias. Se trataría de una catástrofe inabarcable, porque Cuba es algo más que la tierra de los cubanos. Cuba ya es una memoria imprescindible para el mundo entero. Y lo es porque ha hecho germinar unas encrucijadas donde la desesperación y la felicidad parecen darse la mano. Si esa unión es capaz de crear la voluntad que necesitamos, entonces la esperanza no será un terreno baldío en las luchas de la humanidad.
El proyecto revolucionario cubano se metió de lleno en la definición de la vida. Le estaba claro desde su inicio que el abismo entre un mundo rico y otro pobre ya resultaba inflamable. Entonces, es con esa posibilidad en que todos podemos quemarnos donde más nos acercamos a la realidad y a la historia que el capitalismo nos impone. Por ello, Cuba, a pesar de las heridas por donde avanza y por el sólo hecho de seguir existiendo, con sus inmensas verdades, constituye la advertencia más generosa para el mundo en que vivimos: o lo cambiamos o nos quedamos sin él. Esta es la esencia de la Revolución Cubana: el irrenunciable planteamiento de que el planeta es de todos por igual y que en la responsable, cooperativa y humana intensidad del sistema de vida que nos demos está la supervivencia de la especie humana.
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