Notas Sueltas para “Memorias de un judío sefardí”, de Santiago Trancón.
Infova Ediciones. Madrid, mayo de 2011
EL LIBRO: Una “heterobiografía” lo llama el escritor. Para mí es una amplia y entretenida aventura que nunca imaginé realizar. Es admirable cómo con la mezcla de géneros literarios y ante una desmesurada sucesión de anécdotas que cuenta un judío sefardí, brille la indagación, el documento y el disfrute artístico. Ello es posible gracias a la pericia investigadora y al sentido del humor con que el autor ha impregnado los 63 años de su protagonista. Si no fuera así, el naufragio estaría asegurado. Puede sentirse con claridad la distribución del tiempo y el espacio, los tramos para vivir y para reflexionar las Vanguardias Artísticas, Sefarad, España, Palestina, el Judaísmo, el Estado de Israel, un mundo y parte del otro sin precipitaciones ni pausas somnolientas, 5 partes y 736 páginas. La superlativa narración de historias puede ejercer una fuerte fascinación como una amable acogida. Ni una cosa ni la otra nos dejarán pasivos ante las provocaciones de este judío ecuménico. Su fortaleza como personaje lo acapara casi todo. Y nada se elude con mayor o menor suerte en la interpretación de los hechos. Ahí está el lector para compartir que “el último africano es tan elegido como el primer rabino” y ahonde en una de las relaciones más complejas en la historia y en el mundo de ayer y de hoy: los judíos y los demás, aunque del tópico el escribano nos ayudará a pasar. Nadie puede rehuir el encuentro fraternal y para ello sólo es posible continuar emitiendo palabras, sencillamente porque estas son más prometedoras que añadir nuevas heridas. Quien rechace esta demanda no cabe en esta trama.
Una narración donde las más de las veces predomina una prosa austera y diáfana, con un riquísimo y accesible vocabulario, expresiones precisas, párrafos abiertos, capítulos cerrados y un contar sin fisuras desde el autor al protagonista dirigido mucho más a la sustantivación que a la adjetivación, a fijar la esencia y adobar lo superfluo, a interpelar, desde los judíos y sobrepasándolos, el mundo que todos habitamos. Tal vez por esas excelencias narrativas y conceptuales no le brinde mucha atención a las ligeras caídas que creo ver en el texto, esas que, consciente o inconscientemente, el escritor ha dejado pasar “sin miedo al riesgo de ser considerado pro israelí” y por el gusto hacia una retórica que "tiene la mirada fatigada y el corazón abatido de la Humanidad entera bajo el manto de la sombría noche". Y acaso se vislumbran estos escasos vaivenes precisamente porque la sencillez y la honradez en que se desarrolla toda la escritura ya nos conduce a la suficiencia del goce estético y analítico en estado puro. Resulta un verdadero encantamiento introducirse en este voluminoso libro y no sentir su peso, sino el placer de llegar al final como si con otras anécdotas regresáramos al principio. Pareciera que la circularidad nos empujara a pensar que todavía cabe un Segundo Tomo. El sobrio poema que se desliza fluye como las aguas del Rhin, “que significa limpiar” y para cuyo convite el creador nos lanza al río alemán porque en el extraño podemos toparnos con parecidas necesidades.
Má allá de situarnos en la lejana Sefarad, el libro nos incita a reflexionar sobre los orígenes y desarrollo de esa idiosincrasia que marca el ser de este territorio peninsular español y allende los mares que hoy mismo puede estar latiendo en múltiples rincones de la Tierra. Y de ahí se adivina, con la frágil novedad de los descubrimientos, que todos somos igualmente de todas partes y que en cualquier sitio puede imperar la persecución del otro sólo por la estimación de que es portador de una verdad mayor que el poder que ocupa.
Infinidad de lugares y personajes pululan por este libro, como en el “Pentateuco” que alude, y muchos terminan deshaciéndose por el camino, salvo aquellos que nos ofrecen el suave contacto emocional con la condición humana que nos engalana o nos distorsiona. Son los que podrían ser para cualquiera de nosotros, tal el padre, la madre, la pareja, los hijos, la familia, los amigos, ni más ni menos. Pero hay dos individualidades “confesionalmente” abiertas en esta obra y que son las que llevan el motivo fundamental del proceso narrativo: el asombrado escritor y el ardiente mensajero de una vida. Ellos dos, con la fuerza del insomnio y la aguda exploración se preguntan “por qué los muertos mueren con los ojos abiertos”. Entre los dos personajes paradigmáticos, Santiago y Dan, se cultivan los secretos de la buena Literatura que pretende saciar, una vez más, el gusto por la milenaria costumbre de la lectura. Por el centro de ellos pasa el lector, abrumado o compasivo, ante tantos conflictos y pensamientos que vierte el protagonista como testimonio de los inmensos contrastes de una vida. Es cuando se agradece muchísimo la adecuada dosis de suspenso que añade el escritor. Es ahí donde los valores de la estructura y el ritmo hacen emerger los acordes de una antigua melodía: “Más importante que el YO inalterable es la conciencia que uno tiene de sí mismo y el propósito que se marca en esta vida.”
SANTIAGO TRANCÓN: El escritor, el narrador, el escriba, el que pinta y musicaliza con letras, palabras y números el papel errante de una existencia que no es la suya y que la tiene frente a sus ojos. Su disciplina no admite subterfugios ni incisivos comentarios, tampoco vagas reflexiones ni diálogos apasionados. Nunca puede pensar en aprovecharse de las infinitas vivencias que oye para diseñar su gran obra literaria. Debe ceñirse al placer de contar bien lo que otro ha vivido, también debe hacerlo con la suficiente responsabilidad y coherencia consigo mismo para ser el investigador que le demanda furiosamente esta historia, igual a la limpia entrega que observa ante el que le habla, y sobre todo, se siente un desbordamiento amoroso ante las posibles verdades que él mismo va descubriendo y que le llegan siguiendo el rastro del desconocido. Antes, en el pasado que todos podemos intuir, y que también se nos cuenta, el escribano tenía señales y hasta demostraciones muy cercanas, pero nunca había llegado a la sutil atmósfera de una explicación rotunda del por qué él es de una manera y no de otra, del por qué también su entorno figura de una forma y no de otra. Era necesario encontrarse con este hombre para interpelarse a sí mismo. Esperemos que, al igual que el protagonista y el lector, salga enriquecido espiritualmente con la inmersión en la atrevida “confesión” que recorre toda la obra. No para otra cosa se enseñorean los libros como éste.
Tal vez sea ello el mayor sentido para lo que ha cedido su tiempo el escritor: plasmar emocionado y contenido las memorias de un hombre que no es él, pero que podría haberlo sido, con la misma impronta que puede serlo el lector. Dificilísima tarea se ha impuesto. Con esta escritura pareciera decirnos que para todos está abierto el viaje, no solamente el de su protagonista y el suyo propio, sino el de cada cual que se introduzca en las páginas del libro como en las posibles rutas de su vida, de su novela, de sus angustias y alegrías, de sus certezas y alucinaciones. El camino es tan válido para un judío como para un cristiano, un musulmán, un budista, un ateo o para cualquiera otra persona con ansias de “limpiarse o corregirse” en las aguas de sus ancestros. No hay barreras en el recorrido humano. Todos vamos en el mismo velero de la Historia con nuestras más contradictorias peripecias. El mar, y los ríos, y las montañas, y los árboles, y la tierra, y las estrellas poseen la exacta definición del triunfo y el fracaso: somos eso que hicieron nuestros antepasados y somos eso que hacemos nosotros, aquí o en la selva, dondequiera que la condición humana nos atrape con todos sus misterios. Y nada significa una derrota o una victoria. Todo vibra en el “diálogo socrático o talmúdico” de haber vivido sinceramente la variabilidad de la existencia.
Un escritor –siempre lo he creído- es escritor porque está consciente de que la palabra sirve tanto como “la llama” que nos calienta en el invierno y que sin darnos cuenta se convierte en una “metáfora cabalística”. Su oficio es de minero horadando las rocas del espíritu, no puede ceder en su búsqueda. Este hombre, además, es un corredor de fondo que sabe que no basta la voluntad para llegar a la meta, sino que solamente con una proverbial serenidad y un goce por la sencillez es posible entrar en las profundidades. Y gracias al Dios innombrable, él es un hombre sereno y sencillo. Está apto para cruzar el Rubicón sin que tenga que violar las normas de la tradición estética a la que le honra respetar. También sabe que con la elocuencia del silencio es posible acceder al conocimiento. Él está adiestrado en las características del “secreto impulso” que lo llevará a desentrañar el sentido del camino emprendido, porque es allí, en esa intuición temeraria que lo empuja, donde atesora su máxima preocupación social: “Lo inquietante es comprobar que hoy, después de tanto tiempo, alguien pueda seguir comportándose como en el siglo XVI”. Esta comprobación, alrededor de un hecho fortuito con una simple dulcera, nos traslada a una enorme paciencia con nuestros semejantes.
DAN KOFLER: El pintor real, el músico verdadero, el atormentado y el satisfecho, el encantado, el protagonista, el que cuenta, el que más aire respira, el elegido rechazado, el que vive, el desconocido que se descubre. Él, como un mensaje salido de la Torá, ha querido emprender el camino de la luz. Va hacia Dios, porque ha hecho de la libertad absoluta su único destino, es una individualidad que ha visto antes de pintarla o musicalizarla, o incluso mucho antes de vivirla y compartirla con los demás. Él se desenvuelve “en otra dimensión”. En su trayecto destacará la sonoridad enigmática de un antiguo instrumento que lo conduce al egocéntrico resplandor de la verdad, aunque allí se encuentra con toda la soledad, pero no importa, “él lo ha disfrutado”. Como otro Leonardo Da Vinci, otro Espinoza, otro Freud, otro Einstein, otro él mismo y muchos más empecinados con su misión en la vida, se siente condenado a entrar en las máximas alturas de la creación y se inclina afiebrado a su soberbia, le ordena el tránsito completo por su existencia. Entiende que si un hombre ha tenido la capacidad para sobrevivir a su tortuosa infancia y que luego hará el amor con una hermosa mujer cabalgando sobre un caballo -algo que se intuye como un goce único para los protegidos de los dioses-, también tendrá la inteligencia para elegir el ruido del camino en vez de aletargarse en el brillo del éxito y del placer. No es eso lo que busca. Sabe que más allá del disfrute momentáneo está la eternidad.
En la historia que este hombre nos cuenta podemos comprobar, con todos los datos pertinentes, que con su esfuerzo y su talento podría haber alcanzado la gloria, pero, no, él, además de lo divino, sueña que también puede alcanzar el paraíso terrenal. Por ello prueba a “enterrarse y a desenterrarse”, aunque sabe que corre el riego de no tener a nadie que a la hora final “le diga los rezos sagrados del kaddish”. Y se lo toma muy en serio. Siempre ha desafiado a su propia naturaleza y nunca es mucho si la suerte es buena, al menos para no caer definitivamente después de un fuerte navajazo debajo del ombligo o por la insólita desaparición de los hijos y los amigos. Nada lo separará del ímpetu para iluminarse, aunque sepa con Kafka, “otro judío”, que “el bien no conoce el mal, pero el mal sí conoce el bien”.
¿Por qué tener miedo a encontrarse con la cima del saber y del genio que trota libremente, “sin horarios ni compromiso alguno”, por las tres estaciones del alma judía? “La neshamá, el néfesh y el rúag” –y tantos otros vocablos hebraicos muy bien explicados que abundan en el libro- han de ser habitados, sufridos y gozados. Es su Comunidad, “el árbol genealógico donde mejor canta”. Él puede llorar, pero nunca se desprenderá de su andadura esa tierna sonrisa que le hace vivir las más rocambolescas aventuras. Siente que está obligado a andar, a experimentar, a engullirse el mundo y que todavía no ha acabado. Tal vez en esa osadía resida la posibilidad de su extinción. Sabe que “hay que despojar al judaísmo de la hojarasca racial que se le ha ido pegando a lo largo de los siglos”. Y sabe que viaja desnudo. Los demás se encargarán de vestirlo. ¿Acaso no sabrá nunca que también a él le correspondía vestirse? No, parece no querer saberlo y por ello el niño que lleva dentro permanecerá aferrado a su “memoria histórica”. Cree que la música que puede sacarle al artefacto que ha rescatado del olvido sirve para despertar el sueño de los mortales. Y no quiere compasión. Sólo quiere que miremos su extensa obra pictórica, que le oigamos tocar el bendito zimbal que construyó él mismo y, sin ningún apego al dolor, que intentemos comprenderlo de la misma forma que lo hacemos con nosotros mismos.
EL LECTOR: En este caso, yo, cubano de padre ibicenco y madre india, de abuelo materno catalán y la abuela gallega, tal vez una descendiente de aquellos criptojudíos que habitaron la “Azabachería de Santiago de Compostela”, me veo precisado a decir que, a pesar de lo inteligente y hábil que era mi abuela materna, capaz de hacerle la comida a toda la familia y moverse por la casa con absoluta ligereza siendo una mujer ciega, yo no tengo “cara de judío”. ¿Es que están por todas partes? Realmente nunca he comprendido bien la bondad de saber si mis primeras raíces se enredan entre las tropas de Aníbal que cruzaron los Pirineos o languidecen en el mayor genocidio de la Humanidad: la destrucción de aquel Nuevo Mundo indígena precolombino. Ya nada podré recuperar como legítimo y auténtico legado genético, tampoco nunca lo he querido ni jamás lo intentaré, aunque no deje de abrazar a quien lo haga. Como Santiago, me interesa enormemente continuar con mis palabras esperanzadas, y como Dan, creo que gran parte de mi vida transcurre en la magnitud de la imaginación, y siguiendo mi camino salgo del libro pensando como el peregrino: “Si el pensamiento judío no se renueva, si queda atrapado en la literalidad de los textos sagrados, perderá su fuerza y su sentido”. Lo mismo que puede pasarle a todos los pensamientos, a todas las historias y a todas las búsquedas de lo que hemos hecho o nos han hecho en esta enrevesada civilización.
Otros lectores, con los más diversos orígenes, podrán tener otras sensaciones. Cada ser humano lleva consigo a un Ulises que emprende los más insospechables objetivos. Para humanizar esos aspectos sirve la verdad de una confesión radical y su organizada escritura. Con estas notas sueltas sólo pretendo que otros muchos lectores tengan la misma posibilidad que he tenido: Que levantemos todas las generalizaciones y, despojándonos de toda legitimidad fundamentada en muchos episodios de nuestras vidas, no hagamos nuestra la falacia de que en exclusiva "la envidia es un vicio especialmente español". (Ya se nos advierte de que tal sentimiento podría ser de origen judío y tal vez con ello el escritor nos esté alertando de que su obra no pertenece al universo de la propaganda, sino al de las Artes). Ojalá que podamos desterrar la idea y hasta las pruebas de que el pueblo español es el único perseguidor "porque el español se ha enfocado obsesivamente en el otro, al que teme o desprecia, al que espía y juzga, con el que se compara creyendo estar siempre por encima de él, al que trata de controlar y utilizar para su provecho personal". Pueden atisbarse en el libro las múltiples referencias al pueblo hebraico que hace lo mismo, y con ambos, españoles y judíos, se presiente similar característica para otros pueblos. Quisiera que juntos huyamos de los tópicos que se van quemando en el tiempo. Ya no es posible mantener que somos judíos, o árabes, o chinos, o africanos, o europeos, o españoles, o latinoamericanos, o primermundistas, o tercermundistas, o australianos, o cubanos, o norteamericanos y que los demás siempre llegan a nuestras vidas para acosarnos y destruirnos. Una operación muy simple: los demás somos todos. Ha sido muy complejo, y lo sigue siendo, el abordaje de las experiencias humanas, y seguramente lo es más la clasificación diferenciada de nuestra diversidad. Tal vez por pasajes como ese, lo profundo y lo elemental en “la verdadera historia de Dan Kofler” narrada por Santiago Trancón se sintetizan de forma espléndida en la sentencia con que el escritor comienza el capítulo 56: "¿Quién me arrancó de donde nunca estuve y adonde no puedo regresar?” Y es posible que por las recomendaciones finales de Moy Natenzon, insistiendo en la necesidad de alejar malos sentimientos, pueda accederse a la luz de la “serenidad y la aceptación” de nuestras vidas. Indudablemente, a pesar de los tropiezos que he tenido en la lectura, el poderoso arte de la atracción se extiende por este libro como una fuente inagotable de energías.
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