Yo fui feliz, muy feliz, y también sé que lo fueron la mayoría de mis familiares, compañeros y amigos. Vivíamos privilegiando el afecto, la simpatía, la confianza, la solidaridad, el trabajo y las riquezas compartidas, la belleza de la naturaleza, el gozo por el arte y la literatura y las más ingenuas y candorosas formas de querernos. No estábamos en el paraíso, sino en la posibilidad de estar bien vivos para admirar lo más destacable de la existencia: amar y ser amado.
Todos tuvimos diversos conflictos, naturalmente, pero casi todos encontrábamos soluciones que nos impedían llegar a la desesperación o a la catástrofe. Y cuando algunos llegaban a esos abismos se producía una inmensa ola de cariños colectivos que el individuo surfeaba olímpicamente. Para otros eso no fue posible y se perdieron en las nieblas de la incomprensión y hasta de la locura. La pena por ellos nunca faltó, pero no aprendimos lo suficiente.
Aquella sencilla alegría de vivir con lo estrictamente necesario en el orden de las propiedades y en la aún más elemental esperanza del futuro nos hizo muy moldeables para imaginar el curso de la historia y pensar que la vida es más simple de lo que se quiere imponer. Todas estas aceptaciones parecieron un desastre ante la realidad que se nos vino encima al caer el Campo Socialista Europeo: el mundo aciago de las cosas -que no el de sus valores-, comenzó su entrada para aniquilarnos lo más bello que disfrutábamos y que creíamos poder sostener con la mayor calidez humana.
Nunca podrá decirse que Cuba es un fracaso. El fracaso es del mundo que influye en todos a la adoración de lo peor de la condición humana. Pasado el tiempo, las preguntas sobran: algún día el mundo tendrá una luz cubana. Para muchos de nosotros Cuba es el mejor tiempo de nuestras vidas y nos sigue ofreciendo lo fundamental para vivir. Quizás esta posición esté algo desfasada de ambiciones y otros quebrantos muy actuales, pero nunca nos falta la alegría cubana y seguimos siendo muy felices.
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