Cuba se queda sin Fidel y espera seguir siendo Cuba. Dada la noticia, muy tarde en la noche del viernes 25 de noviembre, los cubanos dormían o suspendían la fiesta. Una madrugada misteriosa se vació en toda la isla.
El día 26, cuando los niños iban a ensayar una marcha patriótica, nos enteramos todos y el dolor invadió al país. Era sábado. Ya no habría desfiles infantiles ni espectáculos públicos. El duelo nacional durante nueve días interpelaba muchas incógnitas: ¿podremos volver a reír? El tiempo empezó a pasar mutilando y desbaratando todas las palabras. Era el silencio.
El domingo 27, fecha en que Cuba recuerda a los estudiantes de medicina fusilados por la metrópolis española en 1871, fue recuperando el sonido. Podíamos sonreír. Era posible jugar. Se iba desvelando el misterio de las respuestas. Por encima del agotado diccionario del dolor, Fidel venía a recordarnos que el imperio norteamericano se está acercando a nosotros. Si la unidad que él forjó se nos escapa, otra vez tendremos metrópoli. Solo nos queda encarnar la imaginación más absoluta para que Cuba siga siendo Cuba.
El lunes 28 miles de personas, cubanas y extranjeras, entramos al Memorial de la Plaza de la Revolución para homenajear al hombre excepcional y, frente a sus cenizas entender estos tiempos tan poco amables con la vida humana en el planeta y respirar toda la paz del mundo. Fidel nos había descubierto, nos había demostrado y nos había enseñado que hasta el más humilde de los mortales tiene derecho a vivir. Y no solo derecho a comer, vestirse, trabajar, amar, hacer familia, hacer pueblo, sino también el derecho a vivir la humanidad sin la codicia, la indiferencia y el error con que unos cuantos aniquilan su dignidad.
Entendida y respirada la existencia de Fidel, nadie podrá enarbolar la imposibilidad de crear sus propias hazañas. Si tenemos el deber de aceptar la impronta asustadiza de la muerte, también tenemos el derecho de festejar la historia grande de la vida.
La Habana, martes 29 de noviembre de 2016
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