Más que la era digital, vivimos la era de la manipulación en todos los aspectos de la vida cotidiana por unos poderes económicos, políticos, culturales y mediáticos que buscan librarse de la fuerza que tienen las legítimas reivindicaciones populares. Cuando la mayoría de los servicios públicos, recortados sus presupuestos, crean el ambiente idóneo para una privatización completa, la vida entera está en peligro. Ya no solo las empresas del agua y la electricidad son privadas, es toda la nación refundándose en un contubernio público-privado con la sanidad, la educación, la cultura, el deporte, las comunicaciones, los medios informativos generales y la militarización del Estado.
Gran parte del gobierno estatal, el autonómico y el municipal entienden que esta perversión se adapta a la realidad del mundo actual. Usan el poder democrático con que los elegimos para darlo a la libertad de la gran empresa y esto no solo afecta a las entidades públicas, sino también a las medianas y pequeñas empresas cooperativas que junto a cada persona ven privatizarse, a favor del gran empresario, sus derechos a la existencia con la aceptación del poder adquisitivo ciudadano como el súmmum valor para acceder a los bienes esenciales y, desacreditado el insostenible uso de las armas para defenderse, al acceso de algún poder en el abanico de la manipulación. Así los dos valores principales de nuestra convivencia, con la expansión de las guerras neocoloniales que nos hacen cómplices de un mortífero modelo de vida, alcanzan la máxima perversión.
Todos los trabajos y los trabajadores ya no dependen de su auténtica realización y necesidad, sino de la estimación ganancial que proyecten. La democracia se acomoda a la libertad de una pelea que se pacifica mediante la seguridad privada. Una aberración donde las grandes aseguradoras privadas eligen el valor que trasmitimos con un seguro privado. Nuestra humanidad se cotiza en un sistema donde la inmensa mayoría de la población no tiene voz ni voto para transformarlo. Frente a ello solo nos queda hacernos anti ese sistema y así evitar que nos prohíban el instinto de la supervivencia.
En Catalunya se empieza a imaginar un cambio radical y, a pesar de las múltiples dudas con el camino, dada la relevancia que tienen en él muchos de los que glorifican al sistema, estamos frente a la disyuntiva de creer o no creer que el proceso independentista puede alcanzar otras victorias. No creer es creer que las movilizaciones populares que luchan por una -aunque sea una sola-, legitimidad social, no crean capacidades para un cambio total. No creer es también creer que cada uno de nosotros significa muy poco. Entonces, hay que creer que nuestra mayor responsabilidad es con la esperanza. Creer que todo puede empezar no solo con las necesarias movilizaciones de la Diada y del 1 de octubre, sino en el imprescindible proceso constituyente que debe iniciarse al día siguiente donde han de blindarse tres declaraciones: 1-La lucha emprendida basa su justicia en que ha de ser compartida con todos los pueblos de España. 2-El modelo de producción y consumo que discrimina a millones de personas en sus iguales derechos a la vida y se engulle al planeta debe ser suprimido. 3-Las guerras neocoloniales deben ser condenadas como crímenes de lesa humanidad. Y solo después de este blindaje, comenzar a decidir que el derecho al sustento es de todos y que por ello ni el trabajo, ni la vivienda, ni el agua, ni la alimentación, ni la sanidad, ni la educación, ni la electricidad, ni el gas, ni las comunicaciones, ni los medios informativos generales, ni las principales investigaciones científicas y técnicas, ni la Banca y ni siquiera las buenas vacaciones deben su efectividad a su perversión. Por creer que Catalunya puede ser un comienzo, y apartándome de mis propias manipulaciones, rompo las cadenas del miedo que me inoculan el gobierno español, Europa y los privilegios del Primer Mundo al monopolizar la violencia de la ley con sus pervertidas democracia, libertad y paz pública, y participo del proceso independentista catalán. Puede que en estos momentos no existan en Catalunya y en España las disposiciones revolucionarias necesarias para las decisiones queridas, pero sí las pueden impulsar. Entonces, tal vez, Catalunya y España comprendan y aprendan algo sobre la resistencia de Cuba y Venezuela.
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