Resulta rabiosamente necesaria la radicalidad de la Ética para que se cumplan las grandes transformaciones a que el mundo está abocado, aunque ello solo será posible si antes nos curamos la rabia. Esta persistirá mientras impere el negocio individual con la riqueza colectiva. Entonces no podremos esperar principios éticos en el denigrante orden mundial, una situación favorable a unos y muy desfavorable a muchos más.
Esta desigualdad atiza los sentimientos de rechazo, soledad y protección que perviven en los límites del ser humano. Por esta barbaridad, tan antigua como contemporánea, se mantiene el antagonismo que envenena el comportamiento ético en la diversidad de Mundos, sociedades y personas. El individuo, al sentir que su vida no es respetada, no puede abrazar cabalmente a la comunidad humana. Las condiciones en que se desenvuelve la vida imponen con obstinación las reglas.
Si no luchamos radicalmente por la justicia social, la Ética se llena de trampas en complicidad con las desigualdades sociales que reducen la sensibilidad a la reflexión ética y a todo estímulo por transformar el mundo. La impotencia asumida ante la igualdad social oxida el bien acumulado para enfrentar el complejo camino. Así, la Ética llega al Mundo de los Pobres como el lodazal que emana de su pobreza. Son los gestos de comprensión y generosidad que muchas veces recibimos de los pobres la plenitud del diálogo para radicalizar a la Ética. Si los pobres pueden, todos podemos, porque ellos son los menos responsables de que el alma común se nos esfume.
El gran espectáculo de la vida ha de continuar, pero si no continúa con una radical opción por los pobres, esta continuidad fomentará mayores trampas a la Ética. Entre el Primer Mundo y el Tercero, y dentro de ellos mismos incluso, palpita una brecha de dolor que hace fracasar el buen porvenir de la civilización humana. Si no entendemos que todos los propósitos actúan en dependencia de la justicia social nos quedaremos sin solución para la rabia.
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