Una profunda metáfora sobre “la ley” y “la moral” que nos impone la sociedad actual.
En el llamativo analfabetismo de Hanna, la protagonista del último film de Stephen Daldry, podemos encontrar el contrapunto entre los dos polos de las actitudes y decisiones humanas ante el sistema que nos hemos dado. Puede cuestionarse tal característica en el personaje y hasta podríamos verla como una inconsistencia de la trama, una debilidad argumental en la novela de Bernhard Schlink, un ardid para atrapar la atención hacia el conflicto, todo es posible, pero lo que sí es imposible no considerarla un perturbador símbolo de la situación en que se encuentran las actuales generaciones: somos unos destructores analfabetos, aunque podríamos dejar de serlo.
Nunca será tarde mientras el viento nos empuje a Ítaca. De ahí que Homero sea el autor que más retumbe en la interrelación entre Hanna y su joven amante. Aunque sea Chejov el final que los aguarda. En la lenta decadencia de todo el sistema político, social, económico y cultural que el escritor ruso vislumbró se esconde una esperanza: que hagamos algo por cambiar este mundo que nos mata sin que apenas lo notemos. En el intenso drama del realizador de Las Horas y Billy Elliot no se puede esperar una inquietud menor. Suya ha sido una de las mayores preocupaciones cinematográficas por la transformación de los valores humanos que nos consumen.
No va nuestra película por los caminos de la sorpresiva carta guardada de la literatura europea ni tampoco por la culpabilidad alemana. El sistema que impone una “ley” y una “moral” es el pozo donde pretende bucear. No decimos si algo está bien o está mal, si es humano o si es moral. Decimos si es legal. Hablamos sobre la “ley” establecida por quienes le arrebataron el poder a la comunidad y le asignaron el rol de la obediencia. La costumbre entre vencedores y perdedores. La que nos dice que si somos policías debemos velar por el cumplimiento del orden, de la “ley”. La misma que nos propone ser mercaderes, o sea, lo que somos todos, gigantes y enanos, para comprar barato y vender caro lo que sea y así obtener nuestros beneficios. Es legal. Hasta que el sistema no cambie todos estamos protegidos en su paraíso. Y no sólo en los fiscales que en estos días están de moda. Estamos a salvo porque creemos en el poder de “la ley”, aunque nos parezca tan enigmática como a Kafka. No entraremos en el reino de su cuestionamiento. Es lo creíble, lo histórico, lo que nos ha traído hasta aquí y por algo será, es. Es “la ley” y como medida de protección nos serviremos de ella con sus matices de cumplimiento y excepción. Cada cual en su lugar y todo permanecerá ordenado, aparentemente armónico, aunque se destrocen unos cuantos millones de seres humanos. Así se han forjado los valores éticos de nuestra civilización.
El idilio amoroso entre Hanna y Michael sólo es el recuerdo en la sepultura de la primera. La historia verdadera está en el tribunal de Berlín. Ella se defiende de la “ley” increpándole al juez: “Nevaba, había un bombardeo, se inició el fuego, ¿qué hubiera hecho usted?” Esta mujer y sus otras compañeras debían vigilar a unas prisioneras, impedir que se escaparan, pero sucede un accidente durante el traslado de las detenidas. Las seis guardianas encierran a sus víctimas en una iglesia. Todas mueren quemadas, nadie abrió las puertas. Aunque lo único que las acusadas hicieron fue aplazar un poco el destino final. Las llevaban a morir en las cámaras de gas. El hecho fortuito del incendio sólo vertió sobre ellas la posibilidad de una decisión que por “ley” no les pertenecía. Y no se trata de inventar a la persona ausente en aquel momento que hubiera salvado a las prisioneras en la iglesia. Si tal persona existiera coherentemente la famosa “ley” la habría exterminado con la misma saña. De lo que se trata es que esta persona no constituya el impulso de un riesgo individual. Es muy reciente la paliza recibida por un profesor universitario que trató de impedir el maltrato a una joven por su pareja. Todos, en cierta forma, nos escabullimos a diario de consecuencias como esa. Es normal. Es “la ley” que tenemos como valor humano, la misma que nos empuja a la supervivencia, al sacrificio o a la indiferencia. Podría objetarse que siempre pasarán estas cosas, que todo depende de la actitud de cada cuál. A ello podríamos decir que cada cuál actúa según los valores establecidos socialmente y nunca es el azar de una actitud particular el que corona “la ley” que nos rige. Esta excepción no cabe en el marco jurídico que “la moral” intenta explicar. Por mucho que la modernidad haga avanzar su poder de juicio siempre se equivocará mientras no asuma el resto de los valores humanos. Así no se podrá consolidar jamás una humanidad, al contrario, así es como se desgastan sus fuerzas y se hunden en un abismo irreconocible.
Las otras ex guardianas permanecen indiferentes en el juicio. Una hasta teje con absoluta normalidad. Sólo nuestra protagonista inquiere al jurado. No hay respuesta. Ya no gobiernan los nazis. Ahora se juzga a sus colaboradores. Pero “la ley” no ha cambiado. Sólo un matiz. Se revisa un informe del hecho y se busca la prueba de quién pudo escribirlo. La mujer se niega a que se revise su letra. El joven enamorado sabe que ella no pudo escribirlo, pero ninguno lo dice. La vergüenza ante el analfabetismo correspondería a otro valor no contemplado. Se dicta sentencia. Cuatro años para las que esperan por el veredicto y cadena perpetua para quien ha intentado una explicación. Entonces viene el largo desenlace. Él le enviará grabados los libros preferidos. Ella los oirá y aprenderá a escribir y a leer. ¿Qué lograron? El día en que ella recobrará la libertad él le ofrece toda su ayuda para reincorporarse al sistema. El mismo que con su “ley” la mantuvo encerrada durante 20 años. ¿Qué sentido tiene abrir las puertas? Ya esta mujer está incinerada. No puede concebir retornar a la inmensa paranoia que desde Troya estamos recorriendo por los intrincados laberintos de la ignorancia. Ella se quita la vida y le deja una nota para que él entregue un dinero a una de las victimas de aquel incendio en la iglesia. ¿Para qué servirían esas monedas? Tal vez para alguna obra de alfabetización. “Sí, los judíos hacen de todo, entréguelas usted mismo” –le responde la hija de una sobreviviente al atribulado abogado. Y el dinero sale de la cajita de té para reiniciar su marcha utilitaria en la sociedad que todavía no ha aprendido a leer.
En la recién terminada Cumbre del G-20 en Londres alguien pensó en la posibilidad de cambiar el privilegio del dólar, crear otra moneda, pero ni para eso está preparado el mundo. Ni se tocó el asunto. Se fortalecerá al Fondo Monetario Internacional, el mayor promotor de la crisis actual. Más papeles como riquezas virtuales. El valor que significó la adopción del dinero como sustituto del intercambio de productos no será alterado ni en la imaginación de los participantes del cónclave. Y por supuesto, tampoco el sistema que lo creó. Sólo se admite cierto maquillaje. Indudablemente se le están abriendo heridas que de acuerdo a la reacción de las personas podrán tener alguna continuidad provechosa. Pero es necesario que se den los pasos pertinentes con conciencia de cuáles son los más importantes. El reforzamiento del control comunitario es indispensable, aunque no esté previsto por los gobernantes, hay que exigirlo, es una urgencia pública. Mientras prevalezca el miedo a ver el protagonismo y la responsabilidad en toda la sociedad, a imponer el espíritu de “la moral”, la aparente insustituible “ley” mantendrá al sistema y con éste la imposibilidad de que muchos sientan que deben abrir las puertas de todas las iglesias y de todos los lugares donde día tras día todos nos estamos quemando.
¿Qué quiere enseñarle Michael a su hija en el cementerio? ¿Ella podrá aprender? La película deja esto al espectador. Y nosotros, ¿sabremos aprender y enseñar una actitud de búsqueda de valores a partir de una mujer que intentó descifrar por qué era culpable o inocente? ¿Sabremos entender lo que nosotros mismos no sabemos, o dudamos, o estamos confusos, o no nos atrevemos a dar el paso? Éste es el dilema de la sociedad actual, del sistema actual, de “la ley” actual. No sabemos qué hacer. También éste es el dilema que nos ha llevado a la crisis en que nos encontramos. No sabemos cómo dirigir al monstruo de sistema que hemos creado y cada vez aumenta más su estaca devoradora sobre nosotros. Nos ha convertido en vampiros de feria, de parques temáticos donde la vida pasa en el mayor entretenimiento mercantilizado. Cada vez estamos menos aptos para vibrar con aquel concierto donde nuestra protagonista sintió una fuerza salvadora.
Cuando analicemos el punto en que se hizo necesario sustituir el intercambio de productos por el dinero, ese oscuro deseo que siempre sacamos hasta de las mayores profundidades del océano, comprenderemos mejor el resto de valores que empezaron a caminar a nuestro lado y que tantos y tantos autores nos los han ido descifrando. Y si en aquel lejano punto pudimos emprender un rumbo, también ahora lo podremos hacer hacia otro. De aquel momento tan antiguo perviven todos sus valores en la actualidad. ¡Cuán viejo es el capitalismo! Las sociedades esclavista y feudal sólo fueron etapas del tránsito capitalista que inició el interés por el establecimiento de “la ley”. Prácticamente no nos hemos movido de sitio desde hace milenios. Cuando podamos tener aquel desafortunado punto en nuestras mentes, cuando pase por el estudio necesario en intercambio comunitario, en voz alta, como fervientes lectores, volveremos a caminar. Otro largo y difícil viaje, pero las Musas de Homero las tendremos de nuestra parte sólo por leer este libro y saber que Ulises no fue el único viajero. Es muy posible que los apenas mencionados en aquella epopeya sean los más parecidos a nosotros y por los que más podamos medir las tribulaciones del héroe.
¿Cuántos otros libros nos decidiremos a leer, a estudiarlos, a aprender de ellos? ¿Será posible con el Plan Bolonia que pone en el mercado la importancia de los conocimientos y de la investigación? Esquilo no dejará los gritos de su Prometeo. Shakespeare seguirá rondando con sus fantasmas y la sangre en las manos de Lady Macbeth. Cervantes no abandonará sus molinos de viento. Moliere continuará mostrándonos a su burgués gentilhombre y a sus Tartufos. Balzac, Dios mío, Balzac permanecerá inalterable en su gran Comedia Humana. Y Carlos Marx, el avanzado del Tréveris, seguirá ofreciéndonos sus remos para la actual navegación. ¿Seremos capaces de remar por esos mares tan desconocidos? Todos, absolutamente todos, llevamos en el alma la compasión y la ternura del gigante bengalí Rabindranath Tagore. Sólo tenemos que tomar la decisión. Pero mientras esos grandes caminos, y muchos otros que están en el aire, no vuelvan a nuestros sueños como el pan caliente del desayuno, nosotros no tendremos energías para cambiar el rumbo diario cuando nos vemos frente a frente.
El analfabetismo vital corroe todos nuestros pasos. No leemos. Estamos inundados de sustituciones. Los grandes escritores y pensadores que posee nuestra civilización están cada vez más encerrados en estanterías ornamentales. La probable quema, como en los tiempos de la Inquisición y del Führer, puede efectuarse en cualquier recinto olvidado. Asustan. Tal parece que si leemos, por los medios que sean, sólo encontraremos la conciencia del infierno que nos rodea. Con un pensamiento así es muy natural que atravesemos el umbral donde Dante nos incitó a “abandonar toda esperanza”. Pero el susto viene dado por “la ley” que sostenemos. Si lo cambiamos por la profunda riqueza que los grandes libros contienen, será el miedo al que encerraremos definitivamente. ¿Cómo romper el hechizo que nos impide abrir las puertas de nuestra libertad?
Ni “El lector”, esta sorprendente película que parece recuperar la aventura del viaje colectivo, ni ninguna de las críticas que se le hagan podrán responder cómo nos llenamos de moral para convivir. Con la mayor inocencia de la historia nosotros mismos nos encerramos en aquella pequeña iglesia que Hanna no se atrevió a abrir. ¿Cómo vamos a juzgarla? Bueno, es legal. Siempre otros podrán hacerlo. Y así, infinitamente, los humildes mortales de una “ley” que no sabemos por qué la hemos acogido, la sufriremos con el mismo dolor de la condena o la absolución. Y pretender creer que se tiene una gran verdad, como a algunos pueden parecerles estas palabras, sería tan absurdo que es mejor terminar. Baste decir: Leamos, leamos todos esos libros maravillosos que nos han legado imágenes suficientes para cambiar al mundo, al sistema y a los valores en que estamos ardiendo. Acabemos de una vez y para siempre de provocar la resurrección de nuestros venerables muertos.
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