No estamos preparados para cambiar el Capitalismo, pero por esa falta, la preparación es inminente. Contradictoriamente, por no poder imaginarnos un cambio tan brusco, estamos en el momento ideal para un camino revolucionario. El Cambio del sistema empezará con la voluntad de cambiarnos nosotros mismos. No tendremos que esperar un decreto de nuestra sociedad o de todo el mundo. No aparecerá, a pesar de la crisis en que vivimos, una disposición semejante. El verdadero salto lo impulsará la actitud de cada ser humano. Podremos realizar todas las manifestaciones, actividades, discursos, conversaciones o escritos que llamen a los demás al cambio, pero éste sólo empezará a caminar cuando cada ser humano revise sus formas de vivir. No es difícil, sólo debemos ser coherentes con nuestros instintos naturales.
Es notorio que la transformación de la producción y del consumo será un paso determinante. Por eso surgen tantas iniciativas para avivar la agricultura y la ganadería a niveles locales, como un retorno a la comunidad primitiva, donde la propiedad privada no existía y todo estaba al servicio de las necesidades colectivas. Sería elocuente volver a aquel momento en que el excedente de la producción se convirtió en ese monstruo que parecía enseñarnos la responsabilidad individual y luego se convirtió en el mercado de almas que fue aumentando sus torturas hasta la época actual. Sería un don divino imaginarnos que en aquel punto había otro camino que no escogimos. Ya todo pertenece al terreno de la especulación, pues resulta imposible prescindir de muchos logros de la vía por donde nos fuimos. Cuántas bellezas ha creado la actividad humana. Ahí estaría nuestro mejor retorno a la senda no recorrida, aunque también habrían de haber muchas otras. No lo sabremos nunca. Ésta que tenemos es, preciosamente, la nuestra. No habrá retorno, sino ajuste, aunque se iluminen los más grandes idealismos de la Humanidad. Será un tiempo como para permitir que todos los sueños sean escuchados.
Hay quien piensa que junto a las flores del jardín debemos sembrar tomates y que compartamos con el que siembra melones. Otros plantean un mayor uso del transporte público o hacer que sus coches sean comunitarios. Una buena mayoría ya vive con la necesidad de no tirar nada, y mucho menos comida. Y muchos más ya hablan de no comprar aquello que consideran absurdo que se produzca. La voz más general es que actuemos en nosotros y con la profunda certeza de que no nos equivocamos. Por ello ahora impera la decisión de cambiar un montón de cosas y seguir adelante. Y nada más.
Las posibilidades para esa actuación son múltiples y la imaginación será desbordante. En cada lugar se acometerán las acciones más adecuadas, que igual serán semejantes o diferentes a las de otros sitios. De lo que se trata es de ir afincando en la realidad la hermosa tarea de conocernos, entendernos y compartirlo todo. Hacernos realmente Pueblo. Seguramente muchos no comprenderán, y aunque ello nos interese y tratemos de darles las explicaciones pertinentes, en ningún momento debe obstaculizarnos para mantener la actitud. Esa debe ser la divisa: cambiar mi vida. Seguramente todo será más festivo, con mucha más música y arte y las infinitas maravillas creadas junto a la Naturaleza. Cada instante será una eternidad. La Poesía Pura. ¿Qué otra cosa podría devolvernos el sentido perdido? Una fuerza de utopías habrá de crecernos en las plantas de los pies heridos. No hay otro camino, es el único, aunque tengamos que atravesar senderos muy peligrosos, pero es seguro que arribaremos adonde queremos.
Sólo falta el valor de ser y actuar de forma diferente. Sin miedo, porque mientras éste ocupe nuestros ojos, no haremos nada. Surgirán algunos aprovechados o abusadores. Dejémoslos existir. Ya notarán que algo nuevo está pasando. Reafirmemos la fuerza colectiva. Seguramente perderemos algunas oportunidades de ganar más dinero, de tener más cosas, de ser más importantes. No hagamos caso. Fortalezcamos nuestros principios. Sólo queremos ser felices. Es el único camino revolucionario. La extraordinaria metáfora que se desprende del film “Revolutionary Road”, de Sam Mendes, recién estrenado en nuestros cines.
Es lo que hacen con sus vidas la tropa del “The Bridge Project”, dirigida por el mismo cineasta, lejos de las alfombras glamourosas, representando ahora mismo en Madrid “El jardín de los cerezos”, la famosa pieza teatral de aquel ruso inmenso que profetizó al final de su vida una revolución política y social, Anton Chejov, el más visionario, después de Balzac, del abismo en que había entrado el ser humano con el sistema capitalista.
Cada cuál habrá de saber qué hacer, porque todos tenemos en nuestras manos la posibilidad del cambio. Una decisión que se resiste y a veces, si no medimos nuestras fuerzas, si no sabemos quiénes somos y qué queremos, si no visualizamos bien el camino, puede trastornarnos. El temible desorden, ese enigmático segundo principio de la Termodinámica, lo tenemos mal estructurado. Hay que ponerlo en su sitio. Como decía Tolstoi, porque resulta una verdadera calamidad y una bajeza moral no tener el valor de ser auténticamente humanos y vivir en el cambio la buena vida que siempre nos ha estado esperando. Todo está en cada uno de nosotros, aunque la sociedad en que vivimos nos imponga un cuidado especial para protegernos.
En un reciente texto, “La respuesta a la crisis: el decrecimiento necesario”, Joan Surroca escribe: “En el imaginario colectivo está tan arraigado el sistema que hemos vivido, que vivieron nuestros padres y abuelos, que nos resulta imposible descolonizar nuestras mentes de que no hay vida más allá del capitalismo. Cualquier cosa nos resulta más verosímil que la desaparición del capitalismo como forma de organizar la economía. Incluso relacionamos capitalismo con democracia (sin capitalismo no es posible vivir democráticamente); capitalismo y libertad (sin capitalismo no hay libertad); o capitalismo y bienestar o buen vivir (es el crecimiento, el consumo, lo que nos permite llegar a la felicidad)…. Para qué queremos tanta producción, tanto trabajo, tanto dinero incluso, si luego no tenemos tiempo para vivir? Nuestra única riqueza es el tiempo, y los más lúcidos de nuestra sociedad ya han empezado un cambio significativo. Uno de cada cinco norteamericanos, en los últimos cinco años, ha optado por ganar menos, de manera voluntaria, a cambio de disponer de más tiempo. Parecido porcentaje resultó de una encuesta realizada en Australia. Mucha gente empieza a practicar el “menos, para vivir mejor”.
Y podríamos atrevernos a ir más lejos. Se podría identificar al ser humano con el capitalismo, como si la relación ya no fuera una potestad nuestra, sino que ya es una fuerza mayor de definición y continuidad de la vida. Contra ello surgen oposiciones bien singulares como esas de que habla el escrito. Se erigen en una actitud completamente individual, casi sectaria, pero con grandes posibilidades de hacerse colectiva, y ahí radica su valía, porque es una forma, de las tantas que se arremolinan en nuestros pensamientos y deseos, de lucha contra el sistema. Las diversas maneras no cesarán de crecer, porque es el cambio el que, en última instancia, sólo será posible cuando se asuma globalmente.
Por todas partes ya es un hecho consumado la miseria de vida que se tiene personalmente, y ésta se va relacionando con el capitalismo. Se está viendo la etiqueta que el mercado nos ha puesto. A veces valemos mil euros y otras sólo uno, y en algunos sitios no valemos nada. Cuando nos damos cuenta de que no somos ese sistema, todo cambia. Por supuesto que lo que sobrevendrá constituye una gran amenaza, sobre todo para aquellos que hacen sus vidas a costa de la muerte de millones. Habrá que precisarlo, pero no se trata de desesperarnos por definir ese porvenir, sino de actuar irremediablemente en los cambios que están en nuestros sentimientos y en nuestras mentes. Adivinar las adivinanzas que nos acechan. Para ello es indispensable que nos involucremos en los grupos de poder y horadar sus pesadas rocas, igual que el mar. Los valores establecidos en nuestra sociedad están sirviendo para evitar el salto necesario. Pues contra esos valores hay que fijar el día a día. Son esas disciplinas las que nos dan las mentirosas sensaciones de tranquilidad y prosperidad, las que nos aconsejan calma, las que no permiten que nos arriesguemos, porque todo podría ir a peor; son los valores que de alguna forma toleramos para que haya orden y podamos seguir disfrutando o esperando un bienestar que sabemos absurdo; los dogmas del no hacer nada porque nada ni nadie podrá cambiar la esencia feroz del ser humano: son los valores que poco a poco nos están aniquilando. Luchar contra todos ellos es el mejor camino que podemos emprender. En él nos vamos cambiando nosotros mismos.
El reconocimiento de algunos aspectos de nuestra cotidianidad tiene que constituirse en un esfuerzo diario. Resulta imprescindible comprobar en carne propia la fealdad de la vida que llevamos, desde el estorbo que nos significan unos trabajos que odiamos hasta la prisa que nos impide respirar con holgura. Igualmente revisar el por qué hemos aprendido a convivir con nuestras masacres, y casi hasta aceptarlas con una mínima mueca de espanto. Como si las defendiéramos, porque las consideramos inevitables. En cualquiera de ellas pueden morir nuestros seres más queridos, y todo por un simple descuido o por una más sencilla indiferencia al medio que nos rodea. Suceden en las pequeñas poblaciones, en las grandes, y en las escuelas, en las calles, en las casas, aunque sólo las tengamos como tales en las guerras que nuestros armados países desencadenan en otros un tanto lejanos. Cualquiera puede tener un misil en el armario. Pero más que el estallido de las armas, el daño principal está en nosotros, en nuestras reacciones minimalistas a lo que sucede bien cerca de donde estamos. A lo que nos pasa muy dentro de nuestras almas. Porque podría decirse que somos capitalistas casi al 100%. Y con esa carga siempre nos detendremos. No es precisamente un estímulo, sino una cárcel. Es lo que nos dice la película de Sam Mendes.
No estamos preparados para el cambio, y cuando éste se enuncia proviene de una mente enferma. Del vacío irremediable de la sociedad actual nadie puede librarnos, excepto nosotros mismos, si tenemos el valor necesario.
Aquellos preciosos jóvenes que hace varios años vimos naufragar, de forma edulcorada, en un Titanic que sólo perseguía mantenernos en la enajenación de nuestras fantasías, regresan ahora con otro naufragio, nada paisajístico, que intenta explicarnos la alienación en que vivimos. El delirio in extremis. Kate Winslet y Leonardo di Caprio son esa sencilla pareja que habita en nuestras casas o en la de al lado. Él, con un trabajo que detesta; ella, ya de regreso de algo frustrante, y persona que ama, que adora, propone el cambio. Como siempre, el amor será el detonante para cualquier mejoría en la vida. Él se anima, pero todo conspira en su contra, porque el dineral como promesa a ganar es un tentáculo demasiado poderoso, y su hombría es un bien social heredado con una presencia inmisericorde; entonces ella parece pensar: “si no puedo hacerte el bien y no puedo vivir con tu mal, seré yo quien me haga daño”. Otra vez el amor como el gran sacrificado en su fiesta final. La segunda pareja habrá de escoger no hablar más de esa familia, y el anciano del otro matrimonio cerrará la entrada del audio para no oír más los prejuicios del miedo. Para todos ellos está muy claro qué habría que haber hecho, pero no, aunque lo desean, no están preparados. Por ello hay que empezar a prepararse en los aspectos más pequeños, para que cuando nos lleguen los grandes no le fallemos a la vida.
Y no hay mucho más en el film, aunque en la novela de Richard Yates podamos deleitarnos con el regocijo de la imaginación que fomenta siempre la lectura. La película, con ese gran poder que el séptimo arte ha logrado, nos entrega, en un instante compartido con otros espectadores, la posibilidad de vernos a los ojos y pensar que todos, en alguna medida, estamos atrapados en el miedo a buscar la felicidad que sabemos tan cercana. Y todo por una simple falta de preparación para enfrentarnos a la disyuntiva en que el sistema nos dice o él o nosotros. Así, diaria y constantemente nos estamos muriendo mientras salvamos al capitalismo. Algo increíble, pero cierto. Estamos prefiriendo despeñarnos por el precipicio antes que cubrirlo con todo el fango de su historia de una vez y para siempre. Como si el vacío fuera nuestra identidad mejor preparada para la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario