Un sabio inmenso para hablar sobre los tesoros del Teatro, pero sobre todo, un amigo más grande para perderse en los secretos del alma humana.
Conocí a Ricard en momentos muy tormentosos para la realidad cultural cubana y también para mí. Él, junto a otros artistas, acababa de premiar la pieza Los siete contra Tebas, calificada por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, la entidad convocante del premio, como una obra al servicio del enemigo imperialista. Era 1968. Aún yo estudiaba Artes Escénicas en la Escuela Nacional de Arte de La Habana, un paraíso en el barrio de Cubanacán. A todos los alumnos de Teatro se nos convocó, por el entonces maléfico director del centro, para una reunión donde debíamos condenar al premiado autor cubano Antón Arrufat y a los miembros del jurado que, por mayoría, inclinaron la balanza premiadora. Mi maestra de interpretación dramática, mi muy querida Raquel Revuelta, una de las más grandes actrices cubanas y de indudable fidelidad a las causas del país, también había sido miembro de aquel jurado. La recuerdo diciéndome: “voté por la revolución, no contra la obra”. Mis discusiones con aquella excelente mujer eran fenomenales. Nunca me callé, pero a ella le gustaba que yo fuera así y a mí me encantaba que me lo dijera: de alguna manera lo que ya yo era, ella lo aplaudía, y en un joven que todavía no había cumplido los 20 años esto poseía un valor incalculable. A pesar de mis discrepancias con Raquel, siempre le agradecí aquel estímulo.
No asistí a la reunión de condena a la pieza teatral. En esos momentos paseábamos por el Edén de mi formación artística Raquel, Ricard, Stelán y yo. Hablábamos de aquellos edificios tan hermosos que fueron un sueño de la Revolución. A mi escuela la llamábamos Las Ruinas, porque permanecía intacta en su no terminación. A la Escuela de Ballet casi se la tragaba el río Kibú. La de Música serpenteaba entre los árboles. La de Artes Plásticas emergía en el paisaje como una flota de hermosos bajeles asiáticos. La de Danza Moderna nos sirvió para deleitarnos, desde su espléndido mirador, con el bosque y con las palabras. Stelán, el sueco, apenas pronunció una palabra, era sueco de verdad. Ricard no habló mucho. Raquel tampoco. Pero yo era un perfecto guía de las maravillas que estaba viviendo cada día en aquel conjunto de naturaleza tropical y ladrillos erigidos por unos arquitectos soñadores. Pero si el Arte no sueña, ¿quién soñaría? Pues aparte del Arte, en la Cuba de aquella época también soñaba la Revolución. Sólo dos de las edificaciones se estaban utilizando. Las otras tres tendrían que despertar más adelante. Así pasó con el jurado que premió la pieza teatral condenada por la oficialidad: 3 contra 2. Ganó Arrufat. Pero nosotros éramos cuatro. Hubo empate. Raquel y Stelán votaron por el despertar. Ricard y yo votamos por la realidad. No pasó nada. Pero en la reunión de la Escuela de Teatro hubo unanimidad: rechazo absoluto a las pretensiones divisionistas de los artistas negativos.
El día que Ricard abandonó La Habana me dijo con una sonrisa: “el despertar es parte de la realidad”. Ya no lo volví a ver más hasta 1985, y todavía se acordaba de aquel paseo por el reino de las Artes Cubanas y de sus palabras. Otra vez fue la sonrisa. Yo participaba con la compañía teatral cubana Grupo Teatro-Estudio, la más prestigiosa del país y dirigida por Raquel, aunque ésta no venía con el conjunto, en el XVII Festival Internacional de Teatro de Sitges, donde Ricard nos entregaría la Mención Especial Premio Cau Ferrat por la obra Morir del Cuento. Habían pasado la misma cantidad de años que el número de Festivales en la costa catalana. Igual que la desaparición del sueco Stelán, entonces, el paseo por la bella ciudad de Barcelona sólo lo hicimos Ricard y yo. Nunca olvidaré el inmenso gusto de ver aquellos amplios círculos en que bailaban sardanas. Me pareció, y aún lo creo así, que en aquel baile se estaba mirando un pueblo. Y me parece tan hermoso que un pueblo se mire mientras baila. Es como la fiesta del alma. Ricard me habló de Salvador Espriu. Yo le hablé de Eivissa. Y me animó a romper la oficialidad en que yo andaba e irme a la isla de mi padre. Me fui, escondido del vigilante cubano que nos acompañaba en el Festival. Qué recibimiento me ofreció mi familia. Fue un día. Desde las 6 de la mañana hasta las 6 de la tarde. A las 8 de la noche yo actuaba en el escenario del teatro principal de Sitges. Cuando se acabó la función Ricard me estaba esperando. Me tenía uno de sus libros: “El Teatro, como texto y como espectáculo”. Ahora mismo lo miro. Todavía puede leerse en la primera página: “Para Andrés Marí, como testimonio de admiración y amistad. Cordialmente, Ricard Salvat, Barcelona, 19-V-85”. No me lo dijo, pero estoy seguro que me escribió pensando en mi atrevido despertar para romper la barrera de mi policía. Yo estaba felicísimo con el viaje realizado a la isla pitiusa.
Nuevamente una larga jornada sin vernos, aunque en 1992 le envié, a través de un amigo común, mi primer libro de poesía: “Viviendo”, publicado ese año por la Universidad de Guayaquil, Ecuador. Me contestó a través de una postal que debe estar en alguno de mis cuadernos en La Habana. Reflejaba en sombras un baile de sardanas. Recuerdo que estaba encantado con mis versos. Le parecieron muy sencillos. Y el calificativo me fascinó, pues era una palabra de mi José Martí. Y llegó 1995, en que vine a Catalunya para presentar mi pieza teatral “El Italiano”, premiada en Cuba y con la que me encontraba de gira por varios países en representación de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Ricard se horrorizó: “¿Pero con esta obra no has caído preso?” Yo estaba radiante: “Pues no, todo lo contrario, la misma institución que rechazó tu veredicto en 1968, y que prohibió la representación de aquella obra, ahora me premió a mí, me ha celebrado y me ha enviado en su nombre”. Sonreímos y él recordó aquel lejano paseo por el paraíso de mi escuela: “la realidad siempre despierta”.
Regresé a la Ciudad Condal en el año 2000, ya con un ejemplar para Ricard de mi desenfadada obra teatral acabada de publicar en Cuba. Me invitó a su cátedra en la Universitat de Barcelona. Hablamos largo. Y de ahí a un ensayo de estudiantes que se presentarían en un Festival en los Estados Unidos. Le conté de mi proyecto por acá. Él me oía como si no me creyese. Más tarde, cuando la Fundació Vivint se hizo realidad y fundé el Teatre de Paper i Cartró con discapacitados mentales en Canet de Mar, él se asombró como un niño. Después pasaron los años. Apenas volvimos a vernos, pero nunca dejó de llamarme de vez en cuando para saber cómo me iba. Todo perfecto, hasta la última vez, en que me acompañó a una editorial catalana en busca de ayuda para que publicasen mi nuevo libro “Cuba, una memoria imprescindible”. Al no recibirnos la persona esperada y no gustarle mucho la propuesta a quien nos recibió, Ricard exclamó, sin haberse leído mi libro: “Andrés és un escriptor”. Fue un día hermoso, como todos los que compartí con él. Ahora me acaban de llamar para anunciarme su fallecimiento: “Era el más grande del nuevo teatro catalán”. Yo agregaría que también fue el maravilloso amigo que siempre quiso escucharme. Por eso ahora le doy este gusto único, hablando de mí, los recuerdos que mi memoria no ha perdido y el deseo enorme de que el otro Ricard, el poeta de la generosidad para el futuro, me permita escucharlo y mirarlo hasta que despierte y no sea demasiado tarde. Sí, será realidad, por lo tanto que este hombre magnífico amó a Cuba y a sus gentes y por la enorme sabiduría que siempre puso hasta para el instante más sencillo de la vida. Quiero recordarlo con sus preciosas palabras en las Notas al Programa por el estreno, después de muchos años de ostracismo, de aquella obra condenada que hace muy poco tiempo despertó a la realidad de mi verde caimán:
“He vuelto a leer Los siete contra Tebas después de treinta y nueve años. La primera impresión que he tenido es que con este texto ha pasado lo que sucede con los muy buenos vinos: yo diría que la obra de Arrufat ha ganado con el tiempo. Apareció y se convirtió en una especie de huracán, literario y político. Ahora que ya la vorágine y los malos aires se calmaron uno reencuentra la perspectiva que tuvo al leer por primera vez el texto de Arrufat, cuando aún los ánimos no se habían contrapuesto ni enfrentado.
Ahora, me ha resultado un texto brillantemente escrito, con una profunda meditación sobre lo que es la guerra y la lucha fratricida, trabajado sobre la esencial aportación de Esquilo, su particular estructura ritual, el no parecer importarle demasiado los avatares del individuo, sino la familia en su totalidad, lo que los griegos llamaban el genos. Las razones del genos, del pueblo se entretejen con las de Etéocles. Las voces de los habitantes de la ciudad se convierten en un contracanto emocional. Etéocles y las voces de sus conciudadanos se funden y confunden.
Arrufat no da demasiada importancia a la sombra de Edipo, sino al conflicto por el poder. La tragedia se ensimisma, no se distrae, va a lo que es para Arrufat fundamental: la lucha a muerte entre los hermanos.
Así, su obra queda, más que nunca, “llena de Ares”, como dijo Gorgias, y de crueldad por la evocación de los terribles sufrimientos que esperan a las mujeres. La escena de enfrentamiento entre Polinice y Etéocles, sin duda la más grande aportación de Arrufat, resulta hoy impresionante de verdad humana y de grandes intuiciones políticas. Esquilo habla de sufrimientos, pero también de libertad y orden. Arrufat lleva estos presupuestos a los últimos extremos y consecuencias. Como ha de suceder en las tragedias, el destino se cumple siempre.
Releo ahora un penetrante artículo de Guillem Martínez en El País (31 de julio de 1997), en el que Arrufat hablaba de los catorce años que pasó en el ostracismo: “Los pasé casi tranquilamente. Pensé que ante todo era inocente, que tenía razones y que mi obra es mi momento. El Estado intentó realizar su obra conmigo. No lo consiguió. Y yo conseguí hacer la mía. El Estado cumple su destino. Los escritores deberían cumplir el suyo”. En este 20 de octubre del presente año, 2007, en el Mella, con los admirables actores del conjunto Teatro Mefisto, dirigidos por Alberto Sarraín, el doble destino, el del Estado y el del escritor, tendrá su final.
Qué bueno que lo hayamos podido ver directa e indirectamente todos los que luchamos a favor del texto, José Triana y Adolfo Gutkin, integrantes del jurado que la premió en 1968, y que hicimos lo posible y lo imposible para que esta obra ganara el Premio José Antonio Ramos. No olvido, evidentemente, al maestro Lezama, ni a Roque Dalton. Siempre estuvimos de acuerdo en nuestras conversaciones. Sus razones fueron para mí clarificadoras y decisivas.
Polinice, “el de las muchas discordias” será también enterrado, y Polionte dirá aquellas impresionantes palabras de comprensión y amor: “Ustedes, sepúltenlo. Tendremos para él la piedad que no supo tener para Tebas”. Y el poeta nos dice: “Mientras cubren el cuerpo de Polinice, amanece”. Sin duda será un bello amanecer.”
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