Como los fragmentos del
juego de la rayuela va Malena tejiendo su fina telaraña teatral y vivencial
para que dialoguemos con ella. Son muy pocos los llamados a este ritual con la
imaginación y la belleza. Estamos en su Teatro-Casa-Art de la izquierda alta de
l´Eixample de Barcelona, la ciudad capital de la Catalunya irredenta que pugna
su sueño más ancestral. Posiblemente la actualidad de la nación catalana sea el
momento más apropiado para conjurar los misterios del desarraigo. Y aquí esta
escritora, directora y actriz cubana nos presenta su último acto de gracia: QUÉ
IMPORTA SABER QUIÉN SOY.
El Arte suele estar muy
interesado con su receptor, ya sea para interpelarlo o para trasladarlo a
través de sus luces y sombras en el viaje conjunto que pactan. El Teatro va un
poco más allá: intenta desgarrar las máscaras que llevamos durante el
recorrido. La escritora ha concentrado una partitura con sus recuerdos, sus emociones,
sus descubrimientos al llegar a tierra extraña y con esos retazos de vida donde
el tiempo entrega sus huellas a cualquiera. Cuando se es artista, como
Flaubert, se está marcado por toda experiencia humana aún sin pertenecerle. La
directora ha visualizado el espacio y el ritmo para que el alma desnuda
converse con sus fantasmas y los comparta con el público. La actriz, con la
impaciencia del instante y el regocijo de mostrarse para crear en nosotros su
espejo, nos anula cualquiera otra preocupación por otros mundos que no sea el
que ella expresa. Su independencia apunta hacia lo absoluto del amor por su país,
lejos de aquí, pero muy cerca, porque también en su Habana ha celebrado y
piensa seguir celebrando esta representación de sus nervios vigorosos. Y nos
hace sus cómplices. Somos los que tendremos que dar testimonio del Arte, del
Teatro, de los pedazos agolpados de una vida que se afirma en el vacío sin
hijos ni nietos, en la soledad que amenaza por doquier, en el silencio de la
muerte y en el murmullo que la revivifica entre los espectadores.
El personaje se busca en
sus padres, sobre todo en la madre, en los referentes de su generación, en el
malecón de su ciudad tropical, en la metáfora de su cuerpo cruzado por todas
las piedras lanzadas para cumplir el juego de la rayuela. ¿Llegará el paraíso o
solamente seremos su confirmación en nuestras decisiones? El multidireccional
movimiento del tiempo, cual mándala, parece dejarnos a todos varados en la
partida. Así aparece el mítico libro con la Maga enfrentando el dolor con su ausente,
siempre ausente, bebé Rocamadour, que es, a más del homenaje al novelista Julio
Cortázar –mirada obligada de los artistas cubanos en los años 60-70-, una secuencia
de la coherente búsqueda de teatralización por rupturas monologadas o
dialogadas donde lo que más importa se refleja en las pérdidas, en los cálidos enredos
del camino nuevo, en la prístina observación de saludarnos para desarrollar una
relación con todas las posibilidades del amable entendimiento y mucho más en
esa carga de nostalgia con el desgarramiento del exilio que se instala, lleno
de mar en una pequeña palangana de agua, como una escoria desdibujando la
historia y se impone la sana virtud de decidir ser feliz.
Clasificado por la artista
como un espectáculo performático podemos disfrutar la visión de las emociones
de forma que nunca nos rompe el delicado hilo dramático y que, al mismo tiempo,
nos enlaza –como un hecho que esta vez será concreto- con la gracia de la
fotografía que no por repetida deja de sorprendernos, el tranquilo humor de la
ironía que a todos nos pica con sus leves ilusiones, la limpia coreografía
gestual que nos hace asomarnos a la memoria del asombro y con la suave
improvisación que nos permite el diálogo, incluso ensayado como una escena que,
aún cortándola, nos dice que es imposible aceptar el lazo del perdón mientras
le temamos a la muerte. Con estos aspectos muy bien delineados y alguna que
otra sonrisa para acentuar la cotidiana sensación de no perderse, la artista va
uniendo los trozos de vida dispersos para cumplir el viaje donde el experimento
textual, escénico e interpretativo discurre clásicamente. Inusual hallazgo
artístico. Aunque no se afinque en la más sólida experiencia académica que la
creadora ostenta, no hay en su acto ninguna tradición estética fija -a pesar de
sus referencias chejovianas-, ni estamos frente al formalismo y al vacío
comunicacional de algunas vanguardias. Con igual suerte tampoco nos encontramos
con los excesos provocadores ad líbitum de un manido performance. El adjetivo
clasificador del espectáculo puede verse como la serenidad de una interrelación
sencilla y diáfana a la que hemos sido convocados y que alcanza la magnitud
social que el mejor Teatro incita cuando la artista nos conduce a compartir
quiénes somos en la terraza de su Teatro-Casa-Art. Lo que hemos presenciado,
sentido y compartido, más allá de sus significados instantáneos, es el ejemplo
vívido de los poderes del Arte, del Teatro y del esfuerzo creativo de Malena
Espinosa en su irrenunciable vocación de ser lo que es aunque, como en la
contranovela de Cortázar, parezca que no importa saberlo. (BCN, 5 de julio de
2013)
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