Resulta irremediablemente normal que, después de más de 57 años de heroica resistencia a la agresión norteamericana y los más que normales errores de los revolucionarios cubanos en sus intentos para evadirla, el proyecto socialista cubano no exhiba sus más justas aspiraciones. Y dentro de esos años resaltan estos últimos 26 en que el país ha parecido un sonámbulo de su historia viviendo una pesadilla solo apta para ser resuelta en el Olimpo. ¿Es que a Cuba se le puede juzgar fuera de sus contornos humanos?
Si la respuesta es positiva, es que no se sabe qué significan la independencia, la soberanía, la justicia y la felicidad que buscan los pueblos, y tampoco se conocen los límites en efectividad y honestidad a que puede acceder una condición humana que se ha intentado cambiar. Por ello se evidencia en Cuba la seria necesidad de la polémica y la participación en la lucha por la plenitud económica, social, cultural y política antes que el entusiasmo popular confunda su horizonte.
La recuperación de algunas formas capitalistas en la sociedad cubana está chocando con el imaginario socialista que perdura en la identidad del pueblo. En la primera actitud, promovida desde el gobierno con gran cautela por carecer del bagaje negociador imprescindible en el capitalismo, está la experiencia que llevó al país a la soberanía junto al enorme costo de mantenerla, y en la segunda, enunciada desde múltiples visiones y con el viento desfavorable, se agitan los hacinamientos de una mentalidad que tuvo una satisfacción general y que ya empezó a cansarse por haberla perdido. En esta pugna de actitudes, a veces no tan fraternales, aparece en el país la posibilidad de una ruptura nefasta para todos.
Cuba, a pesar de su cultura revolucionaria, sus médicos, sus maestros, su enorme potencial profesional, científico, técnico y la mejor atención social al pueblo que la siguen situando por encima del paisaje latinoamericano -al que incuestionablemente pertenece-, se ha ido acercando a una sorprendente latinoamericanización en su pobre, desigual, difícil, descuidada y contradictoria realidad. De ahí que el país entero junto a sus gobernantes se obligue, con una entrega mutua sin sorderas, a encarrilar todos los esfuerzos que le permitan superar la situación en vez de acomodarse a ella.
Resulta esencial el debate en las ideas de izquierda para fortalecer su triunfo, porque el triunfo cubano no se erige en el mandar y ser obedecido que usan las derechas, sino en el compromiso con la cooperación en la libertad inobjetable de las izquierdas.
No hay que negarlo, Cuba entra al tramo más complicado de su triunfo. Se sabe que todo puede perderse si se juega a una falsa pluralidad de opciones con el triunfo colectivo. Y también se sabe que demeritar ese triunfo es disminuir la historia grande donde los cubanos ganaron su emancipación. El “yo soy Fidel” recién proclamado no es un dogmático tributo mutilador de visiones, sino el tesoro excepcional de la unidad revolucionaria por el triunfo de Cuba con el nombre que lo inauguró y sin desvalorizar a ciegas ninguna alteración por parte de los nombres que lo continúan.
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