No siempre nos encontramos con películas que, en la caracterización y el proceso vital del personaje individual protagónico junto al entorno, compuesto de diversos personajes que conforman el antagonista colectivo, produzcan un cambio radical en el punto de vista del espectador como en esta magnífica obra fílmica que, más allá de sus méritos artísticos, nos invita a la reflexión, al debate y al dificilísimo trámite del diálogo para el cual, si predomina la sombra, la ingenuidad y las miserias humanas que pueden perseguirnos, los intervinientes no pueden efectuarlo.
Indagando en la tarea social del artista y en la interpelación con que le funciona la realidad, la historia contada por la película argentina es, cuando menos, un cuestionamiento de la asepsia del arte y su conveniente interpretación de los hechos. Debatirla puede ser muy energético si en él la verdad no se distorsiona en los diversos puntos de vista sobre la realidad. Si tal distorsión se produce, el debate se trunca y solo pellizca el diálogo.
Tenemos dos momentos claves: cuando el protagonista, ejerciendo de jurado en un concurso de pintura privilegia la realidad sobre el arte y premia un cuadro por una percepción que nadie percibió como artística, y cuando el pueblo, convencido del espanto en que su ilustre hijo lo concibe, comienza a realzar la cobardía y el cinismo del artista y lo caza como una vulgar rata del monte.
Argentina, un país con su primermundo agotado y en pleno ascenso tercermundista, vuelve a recrear su paradigma fundacional: el conflicto entre la civilización y la barbarie. Exprimiendo esta tragedia, el film explora la confusión general que vive el mundo con este conflicto y lo ejemplifica con el abandono y la marginación con que las políticas mercantiles enajenan al pueblo. Ello explica el desvarío intelectual del artista con sus ficciones. ¿Es que todo puede ser, manejando magistralmente el suspenso, una jugarreta del arte con la verdad que, al ignorarla, nos expulsa de la realidad?
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