Cuenta el libro de cuentos “Ópera Bufa” (Editorial Pliegos. Madrid, 2016), del escritor cubano Rafael Zequeira Ramírez, con todas las herramientas de un culto orfebre del lenguaje y de un creador temerario con la narrativa. Ambas profesiones buscan revelar, según sus platos precocinados, la atmósfera ruinosa donde se desenvuelven los ambientes coloquiales cubanos junto a ciertas posturas españolas. Lejos de que el autor recree la cotidianidad conflictiva en el juego satírico cubano en relación con el español, su dirección se acerca a la lujuriosa marcha de la diatriba anticubana puesta en un atractivo panorama de la antigua metrópolis y que le funciona como comodín del librepensamiento contra Cuba.
Justamente por las verificaciones “cansadas y aburridas con la cubanología”, el talento literario del escritor expande la frondosidad de un estilo que, rozando la pomposidad con la sabiduría, se tuerce y da vida a una criatura bipolar. Posiblemente por ese rictus de sufrimiento que percibo en el libro, escribo estas notas. Creo que los cubanos debemos aprender la utilidad de buscarnos más, aunque sea a través de encuentros fortuitos, como lo son una de las constantes de esta obra.
Podemos leer en la contraportada del libro que “su mayor mérito consiste en presentar de forma amena, incluso entretenida, esa realidad de ruina, vacío y desilusión, en que se ha convertido la vida cubana de las últimas décadas, entretejida con personajes e historias de la España contemporánea”. No resultaría contraproducente con este “mérito” si no observáramos un serio interés en hacer una autopsia, lo más amplia posible, a la “inutilidad” de la Revolución Cubana sin tocar de frente y con los ojos abiertos la realidad española. Asimismo puede verse que amenidad y entretenimiento se erosionan por la exacerbación de conocimientos alrededor de los hechos narrados. Cuando se sigue leyendo en el mismo sitio que “la literatura, si lo es de verdad, tiene sus propios objetivos y caminos; la política, los suyos, y casi nunca resulta afortunado mezclarlos de tal forma que acaben convertidos en un café con leche insípido”, puede entenderse que Zequeira sabe, como todos sabemos, que si se escribe ficción sobre Cuba para condenarla -o alabarla-, la contaminación de la literatura con la política está garantizada y solo hay que esquivar la insipidez mediante un suculento experimento literario para que el “café con leche” salga distinto y no la mezcla que él degrada.
Tanto en las parcelas de alta creatividad como en los efluvios humorísticos de corte bien popular, ya existentes en la literatura cubana de hoy, el escritor emprende la ruptura de la base argumental en los cinco relatos que componen el libro. Es consciente y está dispuesto al sacrificio, pues cree -en su rotunda imaginación- que así puede aparecer en toda su belleza formal el incisivo bisturí que sus intenciones políticas procuran y, echando abajo la estructura ingenieril con que crecería su obra, apuesta por el vacío para que se yergan las obsesiones detectivescas que lo agobian. Extraño “tour de force” en quien sabe manejar las armas tropológicas. Ni Rulfo con su brumosa Comala, ni Auster con su laberíntica Nueva York, pudieron concebir el levantamiento de sus obras destruyendo sus piedras angulares, al contrario, reforzando los cimientos fundacionales de sus historias lograron enriquecer circunstancias y puntos de vista multidimensionales que engrandecieron sus libros. Zequeira descompone el tiempo, el espacio, los conflictos, los ritmos, al propio narrador, los personajes y hasta las mismas expresiones que piensan o pronuncian. Incluso desconcentra cualquier concentración que el lector podría tener con los sucesos y martirizándolos halla la corrupción que le interesa: cómo la realidad cubana, enfocada en sus peores situaciones y dialogando con la realidad española, plasmada en apuntes de ilusorios proyectos y ligeros exabruptos disolventes, supera a las diez plagas de Egipto.
Apenas pasa una página en que no aparezca alguna relación directa o referencia obligada a la “perversión”, “aberración” y hasta “el abandono de toda esperanza” -subrayando infaustamente al Dante-, con que el artista desgarra la vida cubana. Tal conteo no tendría ninguna relevancia si ello no contribuyera a fulminar las temáticas vibrantes que se esbozan en la relación Cuba-España basada en los hechos que asumen los personajes. Pero Zequeira rehuye poner los dedos en el fuego de esos contenidos y ahoga la “palingenesia indiscutible” de la literatura que nos dio a “Pedro Páramo”, la “Trilogía de Nueva York” y tantos otros títulos más donde se desnudan las imprevisibles quemaduras con que las obras y sus creadores descifraron el enigma del oráculo. Quizás por la insistencia tan pertinaz en el trueque entre literatura y política que el autor ensaya, como si emulara con Montaigne, los diálogos interiores que fluyen copiosamente entre el narrador y los contrapuntos de los personajes, y que a tantos escritores, después de Joice, los llevaron a crear sofisticados hallazgos en la trama y sus intervinientes, se quedan sin la sustancia necesaria de relato en relato. Zequeira, en búsqueda incansable para superar esas técnicas, investiga cómo cimentar la suya entorpeciendo -continuamente- y -finalmente- diluyendo todas las historias que narra. Pero como debe sostenerlas con troncos fértiles, les aplica unas frecuentes digresiones que constituyen una recia celebración de la palabra.
Consciente o no del riesgo por el que se adentra su dilema literario-político, Zequeira se acoge a su libre vendaval anticomunista y azota a la añorada isla, pero ya los vientos están pasados por el tamiz de una escandalosa ingenuidad del escritor y decaen. Por suerte -o por la intrepidez de su talento con la escritura barroca-, emergen con abundante resonancia las mejores intuiciones de su creatividad. Así, él eleva al máximo disfrute de la sintaxis la conversión del “misterio insondable de la arquitectura” en la Catedral de Santiago de Compostela a una masturbación lésbica en un destartalado tren que cubre el trayecto Camagüey-La Habana, y entre otros ágiles detalles, pasando por Lutero, el Muro de Berlín y una sueca venida a menos, se destaca “la locomotora Rocket de vapor, diseñada y construida en 1829 por George y Robert Stephenson, padre e hijo, como un homenaje anticipado a los Beatles”, que luego en términos sexuales será un “juego bucal con la locomotora de Liverpool”. Pero, ¿es el “vaso de whisky” que cubre el trayecto Madrid-Santander, porque “los trenes funcionan bien”, la metáfora de la España contemporánea? No, es más bien la caricatura ideal que alienta las constantes del “sexo”, “el viaje” y otras controversias entre Cuba y España que recorren el libro y donde sale a flote la inmensa cadencia del verbo que Zequeira domina con inusitada perfección. Y con esta, como toque eufórico y deprimido de un escritor que busca donde arraigar sus delirios, se desvaloriza la relación entre los dos países y aquello de que en Cuba “la vida entera se ha convertido en una gran mierda” resulta el mayor -y el peor- lugar común de todas las historias. Con tales desatinos se sirve en bandeja al lector la extenuación para que llame a Billie Holiday “por su verdadero nombre, Eleanora Fagan”.
Zequeira abusa del furor informativo en la expansiva ironía que le es tan grata, en el cáustico humor de su arsenal lingüístico, e increíblemente enmaraña, con pueril vehemencia en los espejos de la cultura universal, el saber enciclopédico junto al desbordante y retador ánimo lexical que cultiva, y culmina su ardua maniobra literaria haciendo desaparecer, sin la simbología del buen dinosaurio de Monterroso, a todos los personajes en un magma de sonambulismo donde está prohibido despertarlos. No obstante, se entiende que la literatura, “si lo es de verdad”, aunque se lleve a otros campos, nunca se corrompe del todo. Así, “Ópera Bufa” también destruye el repetitivo cuento de las “infernales” problemáticas cubanas. Y aquí merece Zequeira, aunque no lo exprese ni participe de tal ideario, una gran salvedad: tanto él como sus lectores, nada insípidos, saben que los infiernos son recurrentes donde quiera que estemos y que la isla también los tiene, pero, para gran suerte de su pueblo, con una bajísima dosis del horror que tanto espanta en América Latina y se esparce por el mundo llamado “libre”. Finalmente resulta curioso que Zequeira, en vez del Fígaro de Mozart, encuentre al barbero de Rossini, puesto que el primero eligió, de las dos comedias de Beaumarchais, aquella donde el punto de vista es el de los sirvientes, mientras que en la otra es el de la aristocracia. Quizás por ello el libro incita a erotizarnos en los cangilones del río Máximo a su paso por Sevilla con el tan disputado “café con leche”.
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