No resulta difícil preveer el torbellino social que puede desencadenarse en España, y posiblemente en Europa, con la situación en Catalunya. A partir de las cargas policiales del 1-O donde, aún cuando no fueron nada novedosas para las reivindicaciones populares en los dos territorios, por el solo hecho de que se ejecutaran contra uno de los pilares que más defienden las democracias neoliberales europeas -el pacífico ejercicio del voto-, el conflicto catalán arriba a sus más inciertos extremos: dos bandos con escasas posibilidades de reconducir su pugna a pesar del diálogo y la mediación que muchos les solicitan.
Es casi imposible sobrevolarlos, hay que andar con uno o con otro. Y en ambos aparecen con similar vehemencia clases trabajadoras igualmente humilladas y explotadas por un sistema que no las asimila si no es derrotándolas. Ya todo está en manos de la capacidad con que el sistema capitalista primermundista y los pueblos que se benefician de él puedan determinar una salida sostenible para las dos posiciones y donde no prospere, con carácter despectivo, una lucha entre españolistas y catalanistas o entre unionistas e independentistas que desacreditarían a todos los caminos que se emprendan en la liberación de los pueblos.
El triunfo de todo movimiento radical está montado en la rapidez con que el cambio transcendental propuesto pueda generar mayores entusiasmos. Si este martes hay en Catalunya una declaración unilateral de independencia y ello provoca cargas mayores de fuerzas policiales o militares para las que el pueblo no está preparado, el movimiento independentista habrá perdido una buena parte de su legitimidad y España incrementará su fracaso como Estado democrático. Si no hay declaración unilateral, los dos bandos habrán pospuesto el conflicto hasta nuevo aviso donde la reivindicación popular pueda, barriendo las últimas migajas del silencio que insisten en mantenerse equidistantes, asumir que todo en la vida es un riesgo y por ello solo se vive una vez.
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