No somos austriacos ni daneses, y mucho menos una pelota de fútbol. Somos una original suma de empordanenses, lleidatans, barcinos y tarraconenses mezclados con vascos y andaluces hasta la línea del Peñón que sale al Atlántico como fruto de la pasión de neandertales con los Pirineos y el Mediterráneo.
En el marco magnífico de este pueblo, la CUP, junto a otras prisas determinantes, ha logrado bajar a Dios del altar y está consciente que bajará a cualquiera que busque subirse a él: hazaña memorable para una formación tan pequeña y con poca simpatía en la mayoría de la población aún no convencida que más allá de las aspiraciones humanas de hoy hay un sistema capitalista destructor de toda humanidad.
Ahora se acabaron las proclamas, festivas o incendiarias, y viene la hora del significado del Plan de Choque Social, la Ruptura Democrática y el Proceso Constituyente Popular por la República Catalana.
La CUP fortalece la idea de que en los asuntos públicos quien manda es el colectivo y su exacta disponibilidad a ejercer el mandato. Y ello va por encima de toda individualidad y tendencia. ¿Hay realmente un mandato y una disponibilidad en Catalunya a ese cumplimiento o debemos trabajarlo?
La CUP arriba al final de las confusiones para decirnos que, si entendemos como verdad haber recibido un mandato y tener la disponibilidad para ejecutar un cambio tan transcendental en Catalunya, en España y en Europa, habremos de luchar pacíficamente, pero con toda la radicalidad de la paz, para la conformación de una sociedad nueva y con el alma muy bien abierta a compartir entre todos las máximas riquezas materiales y espirituales que ofrece la vida. El acuerdo de la CUP, sobre cualquiera otra consideración, persigue, por fin y para agrado de todos, demostrar si existe la firmeza en el sacrificio y la resistencia que nos toca asumir si decidimos que nuestra realidad no es la ficción de un pueblo feliz en TV3. La investidura presidencial proclamada hoy nos lo dirá en las próximas jornadas.
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