La reanudación de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y
Cuba es exactamente, como dicen en las dos orillas, un acontecimiento
histórico e impostergable para los dos países. Para Estados Unidos
representa romper su aislamiento en América Latina y para Cuba
significa la posibilidad de imaginar, si es que la imaginación aún
vale, su proyecto soberanista sin el acoso ni la rabia con que el
gigante del Norte quiso enterrarlo. Es indudable que el conflicto aún
no ha terminado, pero por ahora el pez grande no se ha comido al
chiquito, al contrario, en este largo viaje ha llegado con mayor
fuerza el zun zun que el águila. Sin aceptar condiciones previas
Cuba ha firmado. En cambo Estados Unidos sí ha tenido que ceder en
más de uno de su torpe destino manifiesto. Ahora se impone la
necesaria convivencia civilizada entre dos almas completamente
diferentes. Ya veremos hasta donde es posible el sereno avance del
contrapunto en las ideas, las prioridades, los gozos y las sombras
entre ambas rutas de vida.
A ningún cubano le es indiferente el izamiento de la bandera cubana
en Washington y ahora la norteamericana en La Habana. Y no lo es
porque ello enarbola la esperanza de abrir la vida que, por más
heroica o turbulenta que se haya vivido, ya es hora de vivirla sin el
asombro de un nuevo sacrificio o de un extraño golpe al levantarse
en la mañana.
Para nadie es un secreto que estar a bien con los Estados Unidos es
una oportunidad magnífica, aunque igualmente todos sabemos que ello
es la pregunta del millón. Pero los cubanos, después de cambiar por
compotas a los invasores de Playa Girón, de alertar al mundo por sus
juegos nucleares y sobrevivir al Periodo Especial, parecemos hechos
para desafiar todas las oportunidades y contestar a todas las
preguntas. Por eso la apertura de la embajada norteamericana en La
Habana nos convoca a todos como si se tratara de un muerto en plenos
carnavales. Y es que después de tantos años y de tantas cosas
necesitamos comprobar que cuando el muerto sienta la conga se vaya de
rumba con nosotros. Si a la ocasión la pintan calva el cubano es un
digno aficionado a no ser víctima de ninguna tragedia. Es una
cuestión de seso popular. Necesitamos celebrar que va y es verdad,
como dijo el míster, que somos vecinos y no enemigos ni rivales.
¿Por qué pensar que hay gato encerrado? Si cogimos al toro por los
cuernos y lo trajimos hasta el malecón, ¿por qué no pensar que
podemos llevarnos el gato al agua cuando del malecón al mar hay tan
poco espacio? Y si tiene 7 vidas, oye tú, con este año nosotros ya
vamos por 56 y todo indica que seguimos pa'lante sin mendigar ni la
sagrada hostia.
Por mucha elegancia con que hable el míster de su interpretación de
la historia, de la genuina democracia que más nos conviene, de los
derechos humanos escogidos y del más allá al que no hay que temer,
nosotros tenemos al feliciano de Bruno para que, entre col de
torturas en Guantánamo y lechuga de política en Wall Street, le
vire la tortilla y lo invite a mirar el espectacular paisaje del
castillo de los tres reyes del Morro, el mar azul y la Habana Vieja
de la mano de Eusebio Leal. Y por si las moscas, desde el Cristo de
La Habana lo vigilan tres negras cimarronas con babas de quimbombó,
para que no se equivoque y elija bailar al son de la brisa con
mariposas y no me olvides. Y si se arma el jelengue, no pasa nada, la
pregunta del millón ya tiene respuesta. Con una guaracha sublime la
oportunidad está encaminada. Es de ampanga: ganamos esta partida y
con aguacate y yuca ganaremos las que faltan.
Dicen los más sabios investigadores del pueblo que el cubano puede
ser cualquier cosa menos pesado. Y eso es ley. Por ello a este
momento nadie debe quitarle una sonrisa. Hemos entrado al preámbulo
de una fiesta con siguaraya y esa no se pué tumbar. La sobriedad es
nuestra. Entonces, silencio, para que se oiga bien claro el solavaya
más grande a la falta de esperanzas que pueda trasmitir algún
pesado.
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