Han muerto tres grandes del diálogo contemporáneo: Edward Albee, Andrzej Wajda y Dario Fo. Los tres bucearon en la arriesgada idea de descifrar con situaciones y personajes la vida de todos. Albee buscando “quién le tiene miedo a Virginia Woolf”, vio la frágil interrelación humana que nos desmonta, mediante la locura de la supervivencia, tres elecciones para vivir: una dicha tonta y mentirosa, el ser un asesino, o el suicidio. Él las vio en su gran nación y preguntó si el mundo era así.
Wajda ya tenía la respuesta después de adaptar la novela “Cenizas y diamantes”, de su compatriota Jerzy Andrzejewski, sin ningún temor a la poesía de Cyprian Norwid que la inspiró: “Al arder no sabes si serás libre,/ si solo quedarán cenizas y confusión/ o encontrarás en las profundidades un diamante/ que brille entre las cenizas.” El cineasta convirtió la narración en una película memorable que nos dejó el testimonio de un asesino que cargó como ideal una falsa redención por el amor. El personaje nunca supo que la locura de su tiempo se lo tragaría en un basurero.
Y el último en morir vio una cuarta elección. Dario Fo luchó siempre por la liberación de los pueblos y combatió el sistema social donde reina la locura. Con “La muerte accidental de un anarquista” recreó la raíz del poder, y donde Albee veía la enajenación colectiva y Wajda lo cuestionaba todo, él halló la salida. Fo supo que ocupar la alcaldía de Roma por fuerzas contrarias a la degradación humana es un canto a la felicidad. En la impotencia donde Edward y Andrzej solo vieron locura, Dario actuó para desterrarla. Él vio esos pasos en Cuba. Ahora la isla parece otra, pero es la misma que, sin quedarse en el limbo impotente de los principios, sale al horror del mundo con la virtud y la coherencia que le son posibles. Cuba cambia porque ningún pueblo sobrevive en la aflicción. Que Cuba se fortalezca está en que todos entendamos, como en cualquier parte donde se lucha por ser virtuoso y coherente, la responsabilidad que asumimos con nuestros actos.
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